DE SUCRE , QUIENES LE MATARON, SABIAN BIEN QUIEN ERA, Y EL MARISCAL NO INVENTO QUE ERA HIJO DE BOLIVAR (Eligio Damas)
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De Sucre, quienes le mataron, sabían bien quién era. Y el Mariscal no inventó que era hijo de Bolívar.
Eligio Damas
Se dice, se ha escrito, que el mayor mérito del Mariscal fue haberse convertido en un perspicaz guerrero. Un artista de la guerra, un mago, un estratega de grandes dimensiones, muy por encima de muchos de su tiempo en América y en el mundo. No fue un artesano de la guerra, que los hubo bastante, con grandes dotes y méritos dignos de reconocimientos y estatuas.
El general Bermúdez, ese que ahora mismo bastante mencionan por su destacaba actuación dentro de aquella estrategia destinada a llevar al ejército español comandado por Miguel de La Torre a Carabobo, según diseñada milimétricamente por el Mariscal con anticipación, pese no estuvo ella cuando hubo que ponerla en práctica, sabiendo el contundente triunfo de su paisano en Ayacucho, según entonces comentaron, dijo entre un grupo de amigos y allegados, con quienes se echaba unos palos en una gallera en la primogénita, “así serán de flojos los españoles del sur que se dejaron joder por Toñito Sucre”.
Bermúdez, como tantos, fue de esos heroicos guerreros, acostumbrados a manejar pequeños ejércitos, hasta como el mismo Páez, y estar metido en el medio del combate, en eso que llaman el fragor de la guerra, en el cuerpo a cuerpo. Era de esos entrenados y mentalmente preparados para entrarle de lleno al combate hombre a hombre en pequeñas escaramuzas. A Boves, en Úrica, la vanguardia “rompe líneas”, comandada por Pedro Zaraza, le halló en medio del combate, rodeado de sus hombres y allí se lo llevó de un lanzazo. Era un hombre o combatiente de la misma escuela y espíritu. Era la idea, el concepto, la práctica de la guerra de entonces. Y está Bermúdez en el monumento de la Sabana de Carabobo, porque sin haber estado en el instante que la batalla se dio, si tuvo el mérito de haber desarrollado una buena parte de la campaña para llevar allí, al matadero, al general La Torre.
Sucre llegó a otro nivel. Fue un gran capitán y comandante. Un artista de la guerra, un director de orquesta que manejaba multitudes y las llevaba al triunfo seguro con el menor número de pérdidas. Y era de quienes no daba combate donde sabía pudiera perder. En el combate, aprendió a tener el control de su ejército y hasta del contrario en todo momento. Y se acostumbró a manejar con orden y como quien dirige una orquesta, contingentes de ocho y diez, doce mil hombres. Lo que no podía hacer un general de montoneras, por muy valiente y hasta heroico que fuese. Y era eficiente donde le pusiesen, tanto en el frente, en el comando, como en la retaguardia. No era hombre de hablar de lo que no se hace, no se está dispuesto a hacer y menos de lo que no se sabe hacer.
Por eso, mientras Cedeño había perdido días y días, centenares de hombres y recursos materiales, frente a Popayán, en la marcha hacia el sur, asediada por su ejército, Sucre viniendo de la retaguardia, donde se encargaba de cuidar enfermos, heridos, presos y pertrechos, sin que nada ni nadie se le perdiese y menos malbaratar lo que se tenía, por orden expresa de Bolívar, quien se dice lo sometía a pruebas, dándole aquellas tareas para ver hasta dónde aguantaba su orgullo, asumió el comando y aquella ciudad y fortaleza tomó en cosa de horas y con escasas pérdidas.
Ayacucho, pese la inferioridad numérica de sus tropas, es una demostración como el talento, el genio del guerrero, se sobrepone a las dificultades y desventajas. Y, pese, generalmente sea el gran jefe quien se lleve los méritos y los historiadores y agentes oficiales echen el cuento como les conviene, por aquello que la adulancia rinde sus beneficios, el Tratado de Regularización de la Guerra de 1820, firmado en Santa Ana, Trujillo, un antecedente de los acuerdos posteriores similares entre la humanidad y del reconocimiento de los Derechos Humanos, fue redactado en su totalidad por el Mariscal de América.
Sucre hubiese sido, porque ya lo era, el sucesor del gran capitán, ese mismo que despierta cada cien años, cuando despierta el pueblo, pero los enemigos previeron todo eso y dada las circunstancias de entonces, había que adelantarse matando al heredero; no del hombre, sino del proyecto de la Patria Grande. Porque él sabía bien por dónde ir, sin aspavientos ni fingimientos de grandeza. Más que heredero, para ser justo, sería el continuador de todo aquello, porque había estado en su elaboración, no sólo con su presencia, sino con sus ideas y opiniones.
Y Bolívar llegó a tener a Sucre como su hijo, o mejor, a la muerte del glorioso cumanés, dijo que era como eso. Porque fue aquella una relación en circunstancias muy duras y dentro de un mundo de chismes, dudas y desconfianzas. Más en las malas que en las buenas. Se cuenta que una vez, en medio del Orinoco, dos embarcaciones se encontraron de frente. Una venía de Angostura, la otra de los lados del llano, en dirección opuesta. De esta, donde viajaba Bolívar, una voz grito dirigiéndose a los de la otra nave:
¡¡¡Alto!!! ¿Quién vive?
Desde la nave aludida, una voz respondió, “en esta nave viaja el general Antonio José de Sucre”.
El futuro Mariscal había sido ascendido a ese grado en 1819 por el vicepresidente de la República Francisco Antonio Zea, siendo eso del conocimiento de Bolívar, quien le ratificará dicho ascenso casi inmediatamente en 1820, pero este, haciéndose el desentendido, dada las dudas y discrepancias en el seno del ejército patriota, respondió a la voz que salió de la otra nave:
“En esta nave viaja el general Simón Bolívar, jefe de los ejércitos patriotas, quien no ha concedido ese nombramiento”.
De la nave que viajaba en contrario salió la voz de Sucre y le dijo, “no importa sea general o no; de todos modos, serviría a su causa con la misma pasión que ahora me anima en dónde y en la condición que me ponga”.
Por supuesto, me valgo de la memoria y esas no fueron las palabras exactas, pero si el sentido y espíritu de los discursos.
Sucre, como dije, murió primero. O mejor no, los “enemigos de Bolívar”, como suelen decir, en modo que no alude al fondo del asunto, le mataron primero. Sabían bien los detalles, las dificultades que afrontaba El Libertador y hasta los secretos de su deteriorada salud, y siendo así había que sacar del medio al heredero. No uno inventado ni escondido bajo la sombra de aquel gran capitán, aunque Neruda, por su baja estatura le llamó pequeño capitán, una bella forma de enaltecerlo, dada su grandeza, sino uno real, tan grande, talentoso como él.
Sucre tampoco fue de quienes se plegó a Bolívar porque le vio triunfante y le llamó “papá” o se puso a decir que era hijo suyo, lo que de paso hubiese sido como muy feo y hasta ridículo, sino que participó con él en grandes debates y estuvo dentro en los espacios donde se definían las estrategias y los propósitos. La Gran Patria, aquella diseñada para contener la amenaza que envolvía el crecimiento de la economía del norte y los conflictos posteriores, hasta los relativos a límites que, por las mismas razones, se plantearían con las potencias europeas, sobre todo Inglaterra, estaba en el pensamiento del inmortal cumanés como en Bolívar. No necesitaba entonces, menos ya en la altura de la gloria, una ganada a fuerza de talento, constancia y sacrificios ponerse un padre de mentira para reclamar una herencia y menos los derechos de eso derivado.
Pero justo, por ser un heredero de verdad y hasta un condueño de toda aquella gloria, prestigio y mando; siendo un hombre en plena juventud, con preciosas cualidades personales, como la humildad, discreción desmedida y el liderazgo verdadero del movimiento patriota de toda la Patria Grande, lo emboscaron y le dieron una muerte vil.
Sabían que dejarlo vivo para que asumiese el poder y, con todo el derecho que tenía, hiciese uso do toda aquella gloria para impulsar el proyecto de grandeza, era demasiado riesgo para las clases dominantes. Pensar en un Sucre hablando sin recato, de lo que no sabía y por las pequeñas clases que le dieron en la mañana para que las repitiese al caletre por la tarde, mientas se llamaba hijo y heredero, como intentado contener su decadencia, hasta llevarlo al llevadero, a la entrega y los acuerdos en contrario, es perder el tiempo y juzgarlo como no fue. Cada quien sabe a quién y
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