EL CHINO LAVANDERO
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APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
El chino lavandero
Yo recuerdo perfectamente el tren de lavado de chinos establecido en
la esquina de edad indefinida, que parecía ser el dueño del negocio o
al menos su jefe, era el encargado de recibir y entregar los encargos,
respaldados por un papeleta con caracteres chinos indescriptibles y
escritos siempre con un pincel mojado en tinta china. Felipe, que así
se hacía llamar aquel hombre que de manera invariable nos recibía y
despedía con una sonrisa seguida por una ligera reverencia,
localizaba, con la papeleta que le entregábamos, las piezas de ropa
que reclamábamos y enseguida procedía a empaquetarla con un papel
corriente, sumamente delgado que desprendía de una bovina, paquete que
luego aseguraba con el cordel que cortaba de un rollo. Había repetido
tantas veces el mismo gesto que tenía las medidas en las manos. Nunca
se quedaba corto con la envoltura ni con el cordel. Y jamás le
sobraban.
Todo era muy rápido. La visita a la lavandería de chinos apenas
permitía atisbar su distribución, precario equipamiento tecnológico y
febril actividad. Se hallaba emplazada en una casa vieja dotada de
sala y saleta y de una hilera de habitaciones que corría junto un
patio lateral. Allí estaban los lavaderos y el tambor que conservaba
las piedras de carbón con que se calentaban las planchas de hierro
aunque algunas piezas de ropa, como sábanas y fundas, se estiraban
haciéndolas pasar entre los dos rodillos que se movían al unísono
mediante un manivela accionada a mano.
Una escalera de madera conducía a la azotea; allí se tendía la ropa,
muy unidas las piezas para un mejor aprovechamiento del espacio.
Tenían aquellos sitios el olor característicos del jabón y la legía.
Se hacía sentir asimismo el olor del carbón. Si la ropa almidonada
puesta a secar se mojaba con la lluvia, el resultado era catastrófico
pues la ropa exhalaba un hedor que se mantenía hasta que volviera a
lavarse.
Eran los trenes de lavado de chinos espacios eminentemente
masculinos, aunque no era raro que en épocas de gran demanda se
contrataran como planchadoras a jóvenes cubanas muy humildes, sin
contar que siempre había en ellos una mujer, ya entrada en años, que
repasaba la ropa y antes de que la lavaran reparaba algún descocido y
ponía los botones faltantes.
La lavandería era al mismo tiempo centro de trabajo y vivienda. En
ellas se hacinaba un número indeterminado de chinos. Encontraban allí
un lugar para laborar y cobijarse, con un sistema de gastos colectivos
que permitía ahorrar algún dinero; un sitio con pocas tensiones
internas y favorable, dicen los estudiosos, para reproducir la lógica
y el tempo comunal ancestral. Cierto es que se trabajaba duro, pero
resultaba un empeño seguro en un mercado laboral inestable. Un
mediodía de domingo en que miré más de lo que debía vi en una de las
habitaciones interiores a un grupo de hombres ---todos empleados de la
lavandería--- sentados en el suelo. Una larga pipa de bambú pasaba
entre ellos de mano en mano y de boca en boca.
Entre finales del siglo XIX y comienzos del XX van a producirse
variaciones en el perfil ocupacional de los chinos asentados en Cuba.
Crece en ese periodo el número de chinos carboneros, verduleros,
vendedores ambulantes, dependientes de comercio, lavanderos. En 1927
funcionaban en La Habana 358 lavanderías de chinos. Cifra que se
redujo en 1954 a 155. Lo curioso del caso es que en 1969, después de
la llamada ofensiva revolucionaria que un año antes erradicó los
negocios particulares y la pequeña empresa todavía existente, quedaban
116 de esas lavanderías en esta capital. Había sido imposible
intervenirlas. Lo intentaron, ciertamente, pero a los interventores
designados les fue imposible localizar a los dueños del negocio.
Preguntaban por ellos y la respuesta en todas era la misma: “capitán
no está”. Tampoco conseguían entenderse con aquellos hombres que
parecían haber olvidado el español. Pero, por otra parte, ¿cómo dar
vivienda a sus numerosos empleados?
¿Qué salario fijarles?
Pasar al sector estatal aquella lavanderías resultaba propósito
imposible. Hubo que dejarlas al tiempo. Desaparecerían poco a poco.
Todavía a comienzos de los 80, funcionaba una en la Calzada de 10 de
Octubre, cerca de La Víbora.
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Ciro Bianchi Ross
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