¿QUE MARXISMO PARA CUAL SOCIALISMO? (Wilder Perez Varona) LA TIZZA

La Tizza Anular suscripción 11 abr 2022, 14:35 (hace 2 días) para mí La TizzaLa Tizza in La Tizza Cuba · 12 min read · View on Medium ¿Qué marxismo para cuál socialismo? Por Wilder Pérez Varona La búsqueda, Graciela B. Gallardo · · · Versión de la ponencia presentada en el panel «Retos del marxismo en la Cuba actual», que sesionó el viernes 25 de febrero de 2022 durante la segunda jornada de la IV Escuela de formación teórica-política Paradigmas críticos de la emancipación en el Caribe y América Latina. Desafíos prácticos del marxismo en la Cuba de hoy. · · · I. Este panel invita a problematizar varias cuestiones: la situación del propio marxismo en las condiciones actuales de Cuba, los desafíos que el país plantea para el marxismo, y cómo uno y otra han sido leídos desde una visión marxista. De hecho, es difícil avanzar en una problemática sin las restantes. Las sesiones del III Pleno del Comité Central, del pasado mes de diciembre, valen como contexto inmediato, pues el «eterno retorno» del marxismo-leninismo, en texto y alma, ha desatado posturas diversas entre quienes aún se interesan por estos problemas. En lo que sigue sólo comparto algunas distinciones para enmarcar la discusión sobre tales temas. Durante siglo y medio, se han entendido como marxista cosas muy distintas, desde su sentido negativo original, a raíz de las pugnas dentro de la Internacional que Marx lideró. La polisemia ha dominado toda la existencia del marxismo, a contrapelo de haber sido codificado, divulgado y consagrado como «ortodoxia» por los partidos socialdemócratas de la II Internacional, que asumieron por tal una concepción del mundo del movimiento obrero empalmada con una doctrina atribuida a Marx. Pasando por los movimientos anticapitalistas y de liberación nacional del siglo XX, que dotaron de amplias variaciones al código genético marxista, esta polisemia ha sobrevivido a su pregonada muerte, tras el descalabro del socialismo real y de su larga hegemonía, tanto de su contenido como de su plasmación social. Como teoría e ideología, el marxismo marcó una época llena de contradicciones, al tiempo que este periodo histórico (con sus diferencias de contextos, tradiciones e imbricaciones intelectuales) dejó su huella en los aparatos categoriales del marxismo. Semejante densidad histórica y semántica ha hecho recurrente la pregunta sobre qué sobrevive del marxismo hoy, para saber de qué hablamos cuando hablamos de marxismo. En cierto sentido, el final del bloque soviético cerró un ciclo que afecta a lo que podemos entender por marxismo. Un periodo en que el marxismo pudo funcionar como ideología de Estado, como un modo de organizar y administrar la sociedad según determinadas normas, metas, jerarquías y funciones. Pero también como doctrina de organizaciones políticas y sociales que intentaron disputar ese poder del Estado, con diversos fines de cambio social, por sus contenidos, alcance y radicalidad. En cualquier caso, el fenómeno marcado por la caída del muro de Berlín ha conmocionado hasta hoy a todo el universo de las ideas, instituciones y movimientos de la izquierda internacional. Muchos rescatan como marxismo su interpretación en tanto proyecto de emancipación social, como proyecto de crítica y transformación del orden existente. En buena medida, el saldo de las últimas décadas ha sido marcado por la indagación sobre los contenidos vigentes de ese proyecto. Sobre qué elementos conforman ese núcleo que ha podido resistir a las sucesivas metamorfosis del sistema del capital (objeto de su crítica y de sus programas de cambio), y luego de la historia de fallidas alternativas concretas a ese orden global. Sin duda, mucho del ADN capitalista que Marx analizara en sus expresiones y tendencias, en su modo de producir relaciones sociales, ha adquirido hoy impactos y alcances inimaginables en la segunda mitad del siglo XIX. Es también evidente que los problemas y demandas de los movimientos sociales anticapitalistas, a los que Marx brindara una traducción científica y política, son de una actualidad alarmante. Sin embargo, el sentido en que puede ser pensado el mencionado fin de ciclo nos advierte sobre un modo en que ya no podemos pensar el cambio social que el marxismo propone: bajo la forma del modelo.[1] Una de las consecuencias del fin del socialismo real fue la desaparición de una hoja de ruta trazada según etapas, de un esquema evolutivo de dinámicas y metas a alcanzar, cuyo fin ha abierto paso a la pluralización de vías de tránsito anticapitalistas. Antes, el modelo de socialismo realmente existente era de obligada referencia, incluso para procesos que asumieron, con distinto éxito, formas peculiares o «características propias». Hoy el mundo ha cambiado. A la conciencia crítica, sin las certezas ideológicas de antaño, de los fallidos experimentos del pasado siglo XX, se une ahora la búsqueda de nuevos y diversos horizontes de cambio, de nuevos y diversos agentes y medios para ese cambio, de nuevas dimensiones del cambio a alcanzar. El fracaso del modelo universal de evolución y transición al socialismo propio del sistema soviético dio lugar a que se tachara al proyecto comunista de mito de vocación totalitaria. Su traducción de ideales de igualdad y justicia social en una instrumentalización sacralizada del Estado y de su capacidad planificadora de la economía, motivó la condena no sólo de sus resultados, de los medios empleados, del trayecto que prescribieron, sino de la propia idea de comunismo. Mal se defiende al ideal comunista abriendo un hiato entre la idea y el sistema que la representa, entre el proyecto social y el poder que propone hacerlo viable. La denuncia de desviaciones y deformaciones de su concreción histórica, al tiempo que se «rescata» al proyecto de toda contaminación con las condiciones cambiantes y las impurezas de procesos y comportamientos, reduce el ideal a una cuestión de interpretación autorizada, a una existencia discursiva y vacía de referencia real. La vitalidad del ideal comunista depende, por el contrario, de que funcione como herramienta para conocer nuestros propios límites como sociedad, para repensar el pasado y plantear de otro modo los problemas del presente. Y tal vez hoy estemos en mejores condiciones para concebir lo que el marxismo propone no como algo idéntico a sí mismo, sino a través de su historia diversa, conflictiva y policéntrica. II. Pues este ideal comunista no es sólo premisa de cambio, sino también resultado de determinadas condiciones sociohistóricas. Tales condiciones han promovido la diversidad del marxismo y de su proyecto de sociedad poscapitalista. Quiero referirme a dos perspectivas que dan cuenta de las contradicciones del marxismo, dos tendencias que han dirimido sobre cómo entender el ideal que promueve, y que han de verse como matrices para comprender esa diversidad realmente existente. A lo largo de su compleja historia, ha sido advertida una bifurcación dentro del socialismo. Un primer camino, ha podido reclamar la herencia de la racionalidad moderna, de su panoplia de derechos y valores cívicos, de sus bases institucionales y logros civilizatorios. Para este socialismo el tránsito hacia una nueva sociedad supone la superación del capitalismo, de su explotación de las clases trabajadoras y de la polarización social que de ella resulta. Propone desarrollar el proyecto ilustrado que el sistema del capital hiciera alcanzable, pero irrealizable bajo su lógica, expandir la emancipación política a través de la emancipación económica y social, dar pasos firmes hacia la extinción del Estado, de la economía mercantil, de las fronteras entre las naciones, etcétera. Frente a esta propuesta, dominante en los centros del capitalismo mundial, ha existido un hecho incontestable. Virtualmente en todos los países donde los comunistas han llegado al poder, la prioridad para la dirigencia política no ha sido disolver el aparato de Estado, sino construir un Estado capaz de lidiar con la amenaza permanente de sometimiento colonial o neocolonial, y de acortar distancias respecto a los países industriales más avanzados. De ahí el imperativo de preservar la soberanía nacional y de crear las condiciones de cultura material necesarias, de desarrollar las fuerzas productivas a fin de garantizar la emancipación económica y tecnológica. Este socialismo histórico ha padecido la cara opuesta del proyecto moderno de civilización: la deformación de siglos de opresión y explotación en su nombre. Su desarrollismo modernizador le ha conducido a hacer del Estado agente y garante por excelencia de tales metas progresistas. Como proyecto, no puede desentenderse de llevar a término la revolución anticolonial a todos los niveles, ni desligar la emancipación social de la emancipación nacional.[2] Esta diferencia de condiciones históricas ha dado lugar a marxismos que han asumido posiciones políticas e intelectuales ubicadas en las antípodas, respecto a un amplio conjunto de eventos, procesos y fenómenos.[3] Vinculada a esta distinción, ha existido otro modo de entender la contradicción entre dos grandes paradigmas marxistas, que echan raíces en la obra de Marx y Engels, tomadas no como un cuerpo homogéneo y cerrado de doctrinas, sino contradictorio, como el mundo que intentaron comprender y cambiar, siempre sujeto a nuevas y diversas interpretaciones. Esta segunda dualidad permite distinguir entre el marxismo como crítica y el marxismo como ciencia, entre el marxismo como filosofía de la praxis y el marxismo como economía política de las leyes del capitalismo. Este conflicto parte de la difícil conjugación que la perspectiva de Marx propone entre elaboración científica y programa político, entre teoría y práctica, entre análisis histórico y utopía. Es resultado entonces de la peculiar simbiosis de Marx, y de intentos sucesivos de reducir las tensiones que la han atravesado. En términos generales, este conflicto ha dado lugar a la distinción de dos clases de marxismo, que difieren en sus premisas epistemológicas y ontológicas, en sus teorías sobre la sociedad capitalista como en sus posiciones políticas. Uno, centrado en el análisis de estructuras sociales objetivas, delimita marcos categoriales comunes a toda sociedad y considera a las fuerzas productivas como determinantes en la evolución social. Otro marxismo, que prioriza la crítica de las formas de enajenación social, enfatiza sobre la totalidad de las relaciones sociales y en la interpretación historicista y contextualizada de fenómenos y procesos concebidos, en esencia, como culturales. Uno reflexiona sobre la dimensión instrumental de la sociedad, otro sobre la producción de una nueva subjetividad; aquel, tiende a fetichizar las condiciones objetivas y medios institucionales y organizativos para alcanzar el cambio, este, a sobrevalorar la conciencia y la voluntad que emergen del proceso. Si bien el marxismo crítico ha hallado suelo fértil en aquellos procesos convencidos de que «la historia no está de su lado», que han debido sobreponerse a la carencia de condiciones suficientes para la revolución social, se trata más bien de tipos ideales para analizar casos concretos (figuras, movimientos, procesos) que no se avienen del todo a una u otra categoría.[4] III. ¿Qué puede ser rescatado entonces del proyecto crítico de Marx de cara a las condiciones actuales en que se inserta Cuba? El III pleno vinculaba el rescate de la Historia nacional y del Marxismo-leninismo, pero de modo tal que lastra el resultado de antemano. De un lado, promueve la ortopedia de un Marxismo único enlazado a una Historia patria tratada como un depósito de recursos para la «lucidez» y «firmeza» ideológicas, necesarios contra la renovada ofensiva estadounidense de cambio de régimen. De otro, pretende que ese empaste pueda brindar cohesión a una sociedad más diferenciada y desigual de lo que fue décadas atrás, en torno a un programa de reformas que no ha logrado superar nuestra propia versión de socialismo de Estado. Si reapropiarnos nuestra memoria histórica tiene sentido para promover un nuevo proyecto de sociedad, entonces el modo de acercarnos a nuestra realidad debe ser diferente. Y en este punto podemos sacar partido del bagaje crítico del proyecto emancipador que inauguró Marx. Quiero señalar tres dimensiones o formas bajo las cuales la pluralidad de la crítica marxista puede ser aprovechada para comprender las contradicciones de la sociedad actual. Una primera, es la crítica del objetivismo, de la ontología espontánea que asume a la realidad como un agregado de objetos. Nos encontramos aquí en el ámbito de una filosofía de la praxis, en el terreno de la teoría del conocimiento científico de Marx. Su documento fundacional son las Tesis sobre Feuerbach, donde proclama la ruptura con todo el materialismo anterior, porque este reduce la realidad a la forma de objeto. En cambio, Marx afirma que nuestra acción es siempre parte de una realidad que nos incluye. Si concebimos la actividad de conocimiento como parte de la realidad, entonces debe alterar el objeto de conocimiento para entenderlo. En palabras de Bertolt Brecht: «no podemos conocer nada que no podamos transformar, ni tampoco nada que no nos transforme».[5] No hay conocimiento objetivo fuera de un conjunto de relaciones sociales concretas que condicionan toda actividad intelectual, que a su vez modela las condiciones de las que forma parte. La crítica de la ideología, en segundo término, se refiere a los mecanismos de reproducción de la dominación, de las formas instituidas del poder del Estado, y a la crítica de su lógica propia. Muchas veces encontramos que el concepto de ideología se identifica a la «falsa conciencia». Más bien, apunta hacia la aceptación de relaciones «invertidas» en el sujeto, es decir, problematiza la identificación de los dominados con las relaciones de dominación. Se trata de develar una doble eficacia de la dominación que ejercen las instituciones, verdaderas cartas de navegación social: son fruto de luchas pasadas y sirven a la dominación actual; pero dominan, con el tiempo, sin aparecer como tales estructuras de dominación. Que a este concepto luego se le limara su impronta crítica para hacer de él un término positivo, y que se declarase a Marx como «ideólogo del proletariado», es parte de la inversión del marxismo que predominara en el siglo XX, convertido en ideología de Estado. Pero también se ha arrebatado a la ideología su idea central sobre la reproducción de la dominación, al divulgar una versión que se limita a tomar nota de que nuestras formas de representación están condicionadas por la posición social. La tercera es la crítica del fetichismo, que deriva de la generalización de la forma mercantilizada de intercambio. Como es sabido, la crítica de la economía política marxiana indaga en las formas, dinámicas y tendencias de desarrollo del capital, y en sus consecuencias, en los modos en que moldean espontáneamente nuestra conciencia. A primera vista, las formas de valor como la mercancía o el capital aparecen como cualidades de objetos. El dinero, pongamos por caso, cumple su función de permitir el intercambio de productos a escala universal gracias a que sustituye el encuentro directo entre los productores, y a que apela a una abstracción común de las cualidades concretas de los productos (el trabajo humano abstracto). Las relaciones sociales están mediadas por una abstracción de la acción concreta de los productores, que adquiere autonomía, validando y consagrando la separación entre ellos, que concurren al intercambio como productores privados. Mediante este intercambio económico experimentamos así el poder de los productos sobre quienes los han producido: nos convertimos en apéndices de su proceso social de cambio y valorización. Este poder paradójico es la esencia del capitalismo, y es a lo que se refiere el concepto del carácter fetichista de las mercancías. Marx destacó que el capitalismo es un modo de producir las necesidades materiales y espirituales del ser humano, y un modo de producir las representaciones y la satisfacción de esas necesidades. Es un fenómeno cultural, en el sentido más amplio y profundo del término. Tal repertorio crítico del marxismo puede ser eficaz si el socialismo no es tomado como una meta predefinida, un fin en sí o punto de llegada. Entendido como transición, posee un tiempo heterogéneo que no puede ser reducido a esquemas prefabricados, ni a una lógica externa y anterior. Como proceso no programado coexisten en el mismo, y luchan entre sí, lógicas, relaciones, instituciones heredadas y reproducidas del capitalismo con elementos y tendencias de la futura sociedad comunista. El socialismo constituye, necesariamente, una sociedad contradictoria, conflictiva, desgarrada, abierta. No hay modo de alcanzar una «conducción científica y armoniosa» de la misma, a través de una hoja de ruta elaborada de antemano. El socialismo puede ser visto, entonces, como una revolución permanente, constante proceso de luchas y de rupturas, y por ello de búsqueda, de invención, de ensayo. En el sentido de privar cada vez más a las diferencias sociales de jerarquía, de incluir sin subordinar. Como tal revolución ininterrumpida, necesita no sólo de proyectos, sino de la existencia de fuerzas (sociales, políticas, intelectivas), de instancias e instituciones encargadas de la continua confrontación del proyecto con la marcha de los procesos reales, que hagan posible su rectificación, afinación, mejoramiento. Notas [1] La expansión de regímenes autoproclamados socialistas en Europa, Asia, América Latina y África durante la segunda posguerra resaltó la importancia de lo que entonces se denominó como «transición al socialismo». Entre 1945 y 1985, «transición» significaba, sobre todo, transición al socialismo. La expansión de movimientos de liberación nacional en esa etapa propició que, desde los centros de poder de la URSS y los países socialistas europeos, se desarrollara una rama teórica específica a la que se le denominó «teoría de la transición», que fue colocada dentro del «comunismo científico», una de las «partes integrantes» del marxismo-leninismo, según este cuerpo teórico se denominó a sí mismo. Esa teoría de la transición se preciaba de haber establecido las leyes y regularidades que regían la transición al socialismo, que regían para cualquier país donde una revolución radical tomara el control del Estado y emprendiera la tarea de construir una nueva sociedad no capitalista, con independencia de sus condiciones económicas, culturales e históricas. Acanda, J.L. (2008). Transición, en Autocríticas. Un dialogo al interior de la tradición socialista. La Habana: Ruth Casa Editorial, 40–60. [2] Martínez Heredia, F. (2005). Socialismo. México: UNAM.

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