PODER Y MISERIA DE UN CAPITAN GENERAL

To:you + 29 more Details APUNTES DEL CARTUARIO Ciro Bianchi Ross Poder y miseria de un Capitán General Imaginen cómo andarían las cosas en Cuba que en 1695, el general de galeones Diego de Córdova y Laso de la Vega tuvo que desembolsar 14 000 pesos o escudos de plata y depositar una fianza de otros 16 500 para que el rey de España lo nombrase gobernador de la colonia, cargo que asumiría con el compromiso de traspasarlo al general Diego de Viana, el antiguo gobernador, tan pronto se librase este del juicio al que se le sometía y del que se suponía saldría absuelto. Los sueldos, derechos y honorarios de un gobernador colonial no superaban entonces los 5 000 escudos anuales, de manera que Diego de Córdova tendría que apretar el paso para recuperar su inversión. Y lo hizo. Mejoró las defensas de La Habana, reorganizó sus milicias y no escatimó esfuerzos para fomentar la riqueza en el territorio: bajo su mando florecieron las vegas de tabaco, se levantaron no menos de veinte ingenios azucareros y la ganadería se incrementó de manera considerable, mientras que, por la izquierda, se adineraba. Y lo hacía tan discretamente que nadie se atrevió en su momento a acusarlo de ladrón. Cesó en el cargo en 1702 sin suscitar los odios y denuestos que debían soportar sus iguales. Nunca, durante toda la Colonia, hubo un civil al frente del gobierno de la Isla. España consideró siempre a Cuba como una base militar de operaciones en el Golfo de México y en el Caribe y de manera invariable escogió a sus gobernadores entre las filas de la milicia. A partir de 1825 la Corona otorgó facultades omnímodas a esos gobernantes. Poderes extraordinarios esos, inherentes al mando de una plaza fuerte en tiempo de guerra. Con uno de ellos, José Gutiérrez de la Concha, se puso en práctica la más brutal y arbitraria de las medidas cuando se negó a los cubanos el derecho de pedir. En su organización marítima, Cuba era una Comandancia General de la Marina española. Tenía al frente a un contralmirante, que radicaba en La Habana y ejercía el mando durante tres años. Esa Comandancia se subdividía en siete “provincias”: La Habana, Santiago de Cuba, Sagua la Grande, Remedios, Cienfuegos, Trinidad y Nuevitas. De los 18 primeros gobernadores que tuvo la Isla, ocho pasaron del gobierno a la prisión y algunos murieron en ella. No se sabe si por el rigor que dio lugar al escarmiento o porque la delincuencia política comenzó a disfrutar de mayor impunidad, de los 36 gobernadores que luego de aquellos 18 se sucedieron hasta la toma de La Habana por los ingleses, solo cuatro vieron interrumpido su gobierno con un fin tan desastrado. Pese a lo inmenso de su poder, era muy limitada la vida social de un Capitán General en tiempos de la Colonia y su vida íntima, sometida a no pocas restricciones. En su libro Viaje a Cuba, publicado en 1840, apunta el escritor gallego Jacinto Salas y Quiroga: «Este poderoso magistrado vive en el palacio que el gobierno le destina; retirado y abstraído en los negocios públicos, tan luego como llega a conocer su poder se reviste de la gravedad cómica de un monarca, sin poder tener aquellos arranques de familiaridad protectora porque no es tan sólido ni afianzado su poderío. No visita a nadie ni tiene amigos. Recibe con frialdad; habla mesuradamente y cree proteger cuando mira. Sus salones suelen estar casi siempre cerrados, su mesa poco concurrida. Los bailes, banquetes y reuniones en su palacio no son de costumbre, sea economía, sea desdén. Solo en besamanos ve a las personas importantes de la población reunidas, y entonces él representa a las mil maravillas el poder del rey reinante. Circula grave por los salones, saluda graciosamente a los grandes, majestuosamente a los pequeños, mira a unos, dirige a otros una pregunta de que apenas espera la contestación, y, en suma, domina a los cortesanos que le rodean… «En público, un Capitán General se distingue más todavía. Su carruaje no es igual al de los demás, su sencillez, tampoco. Preceden su coche soberbios batidores; síguele una escolta numerosa. Los transeúntes de detienen, se quitan el sombrero, saludan reverentemente. «En el teatro, su palco, distinto a los del público en tamaño y adornos, tiene un sillón único. Nadie lo llena más que él, tocarlo fuera una profanación. No paga ni regala en los espectáculos públicos, admite, como en feudo, todos los obsequios y atenciones. Todos le citan y se glorian de un saludo suyo: ser visto a su lado, en un lugar público, es inequívoco signo de favor, es merecer la consideración de todos…» -- Ciro Bianchi Ross cbianchi@enet.cu http://wwwcirobianchi.blogia.com/ http://cbianchiross.blogia.com/ Reply Reply All Forward

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