FINAL DE VELORIOS EN LA COMARCA (Ciro Bianchi Ross)

carroza fúnebre dorada y ricamente ornamentada. Todos de luto cerrado, con encrespado sombrero de copa, levita negra y pantalón blanco. Los mudos profesionales, contratados al efecto presentan la más sombría apariencia. No solo visten de negro, sino que son negros sus manos y sus rostros. Escribe Goodman: “Los mudos en Cuba están representados por negros del tinte más oscuro” En la iglesia se oficiará la misa de difuntos a cuerpo presente. Los que no quieren ganarse las indulgencias del responso, quedan fuera del templo, Fuman, dan paseítos, se enfrascan en una plática animada hasta que terminado el responso siguen en procesión, con gran aparato, hasta la puerta del cementerio, donde todos se despiden sin aguardar el entierro, que acometen dos enterradores negros vestidos de monaguillos quienes, sin la presencia de un sacerdote, dolientes u otra persona bajan el ataúd a la fosa. Así, cuenta Goodman, sucede en Santiago. En La Habana, expresa Nicolás Tanco, el traslado del difunto a la necrópolis se hace en un coche mortuorio del que tiran hasta ocho parejas de caballos, enmantados y con vistosos penachos amarillos y negros. Entre seis y veinticuatro sirvientes blancos, vestidos con libreas negras, acompañan al coche. Son los encargados de manipular el féretro en el cementerio y colocarlo en la fosa. Criados blancos que reemplazaron a los antiguos zacatecas, negros vestidos con casacas rojas, calzón corto, zapatos bajos y de hebillas y sombrero de tres picos, que hasta poco antes asumían esa labor. El luto comenzaba a preparase en cuanto se tenía la certeza de que el enfermo moriría sin remedio pues exigía la ropa adecuada. En el luto riguroso no podían los hombres lucir chaleco de seda ni casaca de paño. Los trajes debían ser de alepín, sin brillo. Las mujeres, por su parte, no podían usar encajes ni adorno alguno o piedras. En el medio luto, que seguía al luto riguroso, se daba entrada a los colores blanco y morado. Más acá en el tiempo, llegó hasta las décadas iniciales del siglo XX, existía en los cementerios, el médico de los muertos. Una vez en la necrópolis, se sacaba el cadáver del ataúd y se colocaba sobre una mesa de mármol. El médico entonces lo miraba fijo a la cara y, a golpe de ojo, certificaba que el sujeto era cadáver. Existe una jugosa crónica del historiador Emilio Roig sobre esto.

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