UN ANO LLEGA; OTRO SE VA(Ciro Bianchi Ross)
Un año llega; otro se va
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Los cubanos hemos tenido fines de años mejores que otros. El 31 de diciembre de 1898 cesó en Cuba la soberanía española y la nueva situación provocó sentimientos encontrados en el cubano de a pie. Unos lloraban; otros, reían. Gente que nunca ante se había visto se abrazaban en la calle. Era una conmoción nerviosa difícil de contener, escribía el cronista Federico Villoch. No se luchó durante décadas para que al final fuera la bandera norteamericana la que tremolara en la Plaza de Armas y en el castillo del Morro. Pero la salida de España, luego de cuatrocientos años de dominación, ocasionaba alivio y alegría.
Sesenta y un año después, el fin de año de 1958, arrastraba al dictador Fulgencio Batista y a su camarilla. Por primera vez en la historia, la frase “Año nuevo, vida nueva”, comenzaba a ser realidad para los cubanos.
Este año que concluirá dentro de pocos días ha sido sin duda muy difícil; uno de los más duros de las últimas décadas con una situación económica adversa y dificultades y carencias sin cuento en la vida cotidiana, sobre todo con relación a la disponibilidad de alimentos y a los precios, en medio de una intensa y profunda operación de agresión que apostó por hacernos desaparecer. Y fue asimismo un año de victorias por la forma en que se contrarrestaron los efectos de la pandemia y la manera creativa con la que supo el cubano resistir todos los embates sin dejarse humillar.
Llega el 2022, y si bien es cierto que no se ven tantos arbolitos navideños como en años anteriores, la gente se ha echado a la calle a compartir la alegría. Hay en restaurantes y cafeterías más público que el que era esperar dados los precios, lucen abarrotados los mercados que venden en moneda libremente convertible y se constata el esfuerzo enorme por redoblar la oferta de aquellos que giran en moneda nacional. No falta la carne de pollo ni la de cerdo, aunque cara, muy cara, carísima. Tampoco el ron ni la cerveza nacional o extranjera. Ni los turrones españoles.
LA MONTERÍA
Sabe el escribidor que en la Cuba de hoy no todos comen siempre lo que quieren. Pero está convencido de que no hay familia cubana que se acueste sin comer. Por modestos que sean sus recursos siempre se reserva algo especial o al menos distinto para la noche buena. Porque la cena del 24, la noche buena propiamente dicha, es, en Cuba, el centro de la celebración de las festividades por el fin de año.
La familia cubana no tiene, en la ocasión, una hora fija para cenar. Se impone, sí, en la mayor parte de la Isla hacerlo en familia, y se espera tenerla completa a la mesa para empezar a degustar los frijoles negros dormidos el arroz blanco desgranado y reluciente, la yuca con mojo, la ensalada mixta de tomate, rábano y lechuga, el cerdo asado o frito o el pollo en cualquiera de sus versiones, para rematar con un contundente postre casero, como los buñuelos de navidad, y el turrón de maní, sencillamente espectacular, que se elabora en la ciudad de Santa Clara con la marca Bormey.
En una fina evocación de la cocina cubana escribía el poeta Miguel Barnet: “No escapan a mi memoria las noche buenas de mi casa marina, con el lechón asado al pincho, el pavo gigante o el pargo asado a la catalana, todo acompañado de plátano maduro frito, tostones rubicundos o yuca con mojo de ajos»
Decía uno de nuestros grandes costumbristas, que para el cubano promedio no es tan importante lo que llevó a la mesa en la nochebuena, sino lo que sobró, a fin de poder comentar que hubo tanta comida que en su casa no se hizo necesario cocinar al día siguiente. En realidad, la cubana no suele meterse en la cocina el 25, que es el día de la llamada montería, esto es, de comer lo que quedó de la noche anterior. Se quiere un 25 lo más tranquilo posible, ideal para la visita, acabar la botella que quedó mediada de la noche o para aliviar el ajetreo de jornadas anteriores. Aunque ha ganado espacio en los últimos años la cena del 31, se prefiere una comida ligera en casa para celebrar la fecha en grande en la calle y recibir el año y empezar un nuevo ciclo con el almuerzo del 1 de enero.
El 6 de enero es el día de los reyes magos,
los tres sabios que aparecen en los Salmos y que, como una representación omnisciente de la humanidad toda, rindieron homenaje al niño de Belén. Con ellos, se acaban las fiestas. Queda en un rincón, nadie sabe por cuántos días más, el arbolito ya oscuro y cada vez más empolvado. Si se montó con la ilusión de los días por venir, quitarlo se convierte en una tortura que se pospone una y otra vez hasta que alguien en la casa se llena de valor y lo desmonta para guardar con cuidado las bolas de colores y las luces que se utilizarán de nuevo al final de ese año.
EL MUÑECO Y LA MALETA
Hay en esto del fin de año costumbres que se mantienen y nuevos usos que pugnan por perpetuarse.
El escribidor, que está ya a las puertas de los 75 años, no recuerda haber visto nunca antes de 1959 salir a nadie, a las doce de la noche del 31 de diciembre, con una maleta en la mano a fin de darle la vuelta a la manzana. Se trata de una costumbre que ahora se va extendiendo y los que la practican refieren que es la forma de asegurarse un viaje al exterior. O de propiciarlo. Tampoco vio el escribidor quemar un muñeco que simbolizara el año viejo, como se hace hoy en algunas localidades, con el pretexto de eliminar lo malo del periodo que termina. En algunas ciudades, como Remedios, en la región central del país, el 24 de diciembre es la fecha de la celebración de sus célebres Parrandas. Los remedianos entonces cenan temprano para estar en la plaza central cuando se inicie una fiesta en que «carmelitas» y «sansaríes» discutirán el triunfo a cohetazo limpio.
Cuando yo era niño, el lechón, que era como le llamábamos, o, en su defecto, el pernilito, se asaba en la panadería. Llegado el 24, la familia sacaba del cuarto de los trastos la tártara o plancha, guardada desde el año anterior, que el panadero metería en el horno y que, ya asado el animal o su pata, oficiaba como una especie de parihuela para trasladarlo a la casa. La cosa se ponía fea cuando el reloj empezaba a correr, llegaban las ocho o las nueve de la noche, la ansiedad comenzaba a hacer estragos y el lechón no regresaba de la panadería, aunque desde temprano en la mañana se había solicitado el servicio. Y es que debía esperar su turno. Viene ahora a la memoria los nombres de algunas panaderías, todas en el reparto Lawton: El Buen Gusto, en Concepción esquina a Armas; San Francisco, en la calle del mismo nombre entre Delicias y Diez de Octubre; La Princesa, en 16 esquina a Concepción y El Bombero, en Porvenir esquina a B.
Tanto si se asaba en la panadería o en la casa, el proceso tenía sus complejidades. Se mataba el animal el día antes y se recogía la sangre para las morcillas. Se le echaba agua hirviendo, y se frotaba con un ladrillo para sacarle la piel y blanquearlo. Se afeitaba y enjuagaba. Se abría y se extraían las vísceras. Se enjuagaba entonces por dentro y se colgaba para que escurriera. Se adobaba por la noche y al día siguiente se escurría ese adobo y se ponía el cerdo en la parrilla. Si se había decidido asarlo en la casa una opción era de la abrir en la tierra un hueco de medio metro rectangular, abastecerlo de carbón o leña suficiente, y colocar la parrilla sobre cuatro estacas. El asado iba acercándose a la candela a medida que el fuego se consumía. Mientras el puerco se asaba, las vísceras fritas, que era lo primero que se comía, acompañaban el ron o la cerveza. Todo eso era parte del folclor.
EL CUBO
Una tradición que ha resistido todas las épocas es la del cubo. Cuando el reloj va a marcar las doce del día 31, tiene ya el cubano preparado detrás de la puerta un cubo lleno de agua que lanza a la calle con la duodécima campanada con la esperanza de que se lleve todo lo malo y que, por bueno que fuera el año que se va, sea mejor el que llega. Están las doce uvas y la copa de champán o de sidra, una tradición que ha vuelto. Pero nunca antes que el cubo que se lanza a la calle con alegría y esperanza.
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Ciro Bianchi Ross
cbianchi@enet.cu
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