MANTECA DE OSO( Ciro Bianch Ross)
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APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
Manteca de oso
Fernández Retamar dice en su poema Soliloquio del calvo: “Que adelantada llevo la calavera”
Mi padre comenzó a quedarse calvo cuando tenía 18 años de edad y a los 22 lo era tanto como a los 90 cuando murió. En los años 40, en Cuba e imagino que en cualquier parte del mundo, el sujeto que comenzaba a destecharse se hallaba totalmente indefenso ante el mal que se le venía encima. De ahí que el personaje de una novela de Gabriel García Márquez lamente más la pérdida del cabello que de los dientes, porque para estos estaba el recurso de la prótesis mientras que para lo otro no quedaba más alternativa que la ridícula y humillante solución del bisoñé, que por muy natural que pareciera terminaba siempre por delatar la calvicie que pretendía esconder.
En los años 50, los especialistas Müller para el cabello, que se establecieron en un apartamento del edificio del Retiro Odontológico, frente a la actual heladería Coppelia, advertían de la existencia de ocho tipos de calvos. O mejor, dividían la calvicie en otras tantas etapas. Y anunciaban de manera invariable que algo podían hacer hasta la etapa número cuatro, pero que a partir de ahí las dificultades para revertir el problema irían en aumento y daban por desahuciado al cliente que llegara a sus manos en el estadio número ocho. Como entonces ni después conocí a nadie que hubiera puesto su cabeza en manos de tales especialistas, nada puedo decir a favor o en contra de sus tratamientos. Ni tampoco sobre los injertos de pelo tan en boga en la década del 70 o un poco más acá. Si esos métodos, así como pociones y ungüentos, linimentos y brebajes, ideados o elaborados a lo largo del tiempo, hubieran dado resultado, no habría tantos calvos a la vista.
Cada vez que pienso en este tema, me viene a la mente un poema de Roberto Fernández Retamar. Se titula Soliloquio del calvo. Es muy breve; un solo verso apenas. Dice: “Que adelantada llevo la calavera”. La calvicie, sin dejar de ser una característica física, es un estado de ánimo. Hay quienes no la soportan y quienes la llevan con distinción. Unos la disimulan hasta donde pueden y otros la acentúan al raparse el poco pelo que les queda. Algunos la cubren con una gorrita, en tanto que otros la llevan al viento. Pero ningún calvo se libra de que lo particularicen por su calvicie.
Contra las canas hubo también mil y un inventos, como el de las Gotas Divinas del doctor Lorié, farmacéutico establecido en el Paseo del Prado esquina a Virtudes. Se decía que devolvían al cabello su color natural, hubiera sido rubio, castaño o negro. Por no hablar de la Rhum Quinquina, de Crusellas, que, al decir de su fabricante y algo había de verdad en ello, eliminaba la caspa, fortalecía el pelo, evitaba su caída, facilitaba el peinado y daba un toque característico a quien la usaba por su aroma fino y agradable.
En una época en la que los jóvenes querían tener la cabellera de Jorge Negrete, mi padre sí se preocupó por el pelo que se le caía. Y fue ahí que alguien le recomendó un producto entonces en alza: Manteca de Oso, loción que se elaboraba y expendía en la droguería de Ernesto Sarrá. Bastaba con aplicársela mientras se masajeaba suavemente el cuero cabelludo y los resultados, a mediado plazo, resultarían alentadores. Eso quería decir que no bastaba con el empleo de un solo frasco, sino que debía hacerse del producto un uso más o menos continuado.
Era un líquido blanco y espeso, y si era eficaz o no, ya se sabría, pero de entrada lo mejor que tenía era el nombre. Los que desconocían cómo olía un oso podían hacerse una idea exacta con oler aquello. Sin dudas había que tener mucho valor para someterse a algo así por milagroso que fuera. Pero ya se sabe que hay calvos que con tal de no serlo hacen cualquier cosa, como mi tío Pancho que llegó a darse masajes con una papa podrida.
El caso es que mi padre empezó el tratamiento. El primer pomo, el segundo, el tercero… y de tanto visitar la droguería donde se expendía la manteca llegó a hacerse familiar en el establecimiento y sus guardia jurados, lo veían como a un amigo; se saludaban y se preguntaban mutuamente por sus respectivas familias. Hasta un día…
Porque un día conversaba amigablemente con uno de ellos cuando se acercó a la farmacia un automóvil negro, de lujo. El custodio interrumpió de sopetón la charla y se situó muy tieso junto al contén de la acera a fin abrir la puerta trasera derecha del vehículo y dar paso a un hombre de alguna edad y vestido de traje aunque sin corbata al que saludó con un efusivo buenas tardes y una ligera reverencia. Luego de que el recién llegado penetró en la droguería y el guardia jurado volvió a su posición anterior, mi padre se interesó por conocer su identidad.
-Es el doctor Ernesto Sarrá –respondió el custodio.
Y ahí mismo se acabó para mi padre la Manteca de Oso porque resulta que el fabricante de loción tan espectacular contra la calvicie, el doctor Sarrá, era calvo.
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