EULALIA DE BORBON EN CUBA(Ciro Bianchi Ross)
Ciro Bianchi Ross (cirobianchiross@gmail.com)
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APUNTES DEL CARTUARIO
Ciro Bianchi Ross
Eulalia de Borbón en Cuba
José Martí la describe con su risa bullente, el cabello áureo, los ojos azules, la fisonomía resplandeciente y móvil. Amaba la vida sencilla y sin etiquetas, libre de protocolos y obligaciones palaciegas. “Mi vida es la historia de una mujer que no hubiera querido tener ninguna”, escribe en sus memorias. Una autobiografía que, significativamente, lleva el título de He querido vivir mi vida.
Es Eulalia de Borbón, infanta de España. La hija de Isabel II, la de los tristes destinos y los alegres amores, la hermana de Alfonso XII. Hay que ser Infanta antes que mujer, la recrimina su hermana, la huraña y autoritaria Isabel, y la obliga a casarse con su primo Antonio de Orleans, hijo del Duque de Montpensier. No hay amor en ese matrimonio de conveniencia. El de Orleans apenas oculta sus infidelidades, pero lo que más molesta a Eulalia es lo caras que resultan: en cinco años se gasta 50 millones de francos.
Cuando queda en la fuácata, quiere meter la mano en la bolsa de la esposa, y es ahí donde Eulalia, que debe velar por el porvenir de su hijo, decide sentar tienda aparte; abandona la casa y se refugia junto a su madre en el Palacio de Castilla, en París. Años después, tras una lucha encarnizada, obtendría la separación “de cuerpo y bienes”. Un hecho inusitado en una persona de su condición. “Es fama que tiene la voluntad recia”, había escrito Martí.
Eulalia de Borbón es el primer miembro de la Casa Real española que visitó La Habana. Llegó el 8 de mayo de 1893, un día en que “el sol ponía en el aire soplos de incendio”, y su estancia apenas duraría una semana. Después, mucho después, vendrían otros. En 1935 su sobrino-nieto Alfonso de Borbón, primogénito de Alfonso XIII y Conde de Covadonga entonces, luego de que su padre lo obligara a renunciar a su título de Príncipe de Asturias por su matrimonio con Edelmira San Pedro, una muchacha de Sagua la Grande, y luego, ya divorciado de esta, con la modelo habanera Martha Rocafort. En 1948 está aquí Don Juan y su esposa, Doña Mercedes, padres del rey Juan Carlos I, y en 1953, la infanta María Cristina, hermana de Don Juan. En 1990, con motivo de la Cumbre Iberoamericana, viene el propio Juan Carlos y su esposa, Doña Sofía, y, más recientemente, el rey Felipe VI y su esposa, Doña Leticia.
LA OPINIÓN PROPIA
Corre el año de 1892 . España ha sido invitada a participar, en ocasión del cuarto centenario del descubrimiento de América, en la Exposición Universal de Chicago, y debe enviar una representación de alto nivel. Se requiere de alguien capaz de despertar simpatías en Norteamérica y que, a su paso por Cuba, donde soplan otra vez vientos de revolución, desvanezca recelos y aplaque los ánimos. Nadie mejor que Eulalia para eso. Una mujer bella, en la flor de la edad ---29 años---, culta, amiga de escritores y artistas, y de ideas liberales, tan liberales que a veces son tachadas, en la Corte, de escandalosas.
Quiere la Infanta formarse su propia opinión sobre la situación cubana. No le bastan lo que dice los periódicos. Tampoco los juicios que sobre el tema tiene Cánovas del Castillo, el presidente del Gobierno, “ciego en esto como nadie lo fue”. Busca entrevistarse entonces con el mayor general Calixto García, “el culto cabecilla”, como ella le llama, y con Rafael Montoro, el político autonomista, “gran cubano con madera de estadista como no lo teníamos en la Península”, y entre ambos, y cada cual desde su punto de vista, dan a Eulalia el cuadro de “la situación cubana como lo era en realidad”.
La Infanta pareció comprender. Y se atrevió a sugerir, en la Corte, la autonomía para la isla antillana. Cánovas estalló en cólera. Eulalia no se dio por vencida y pidió a Madrid otro tratamiento para Cuba. Tampoco tuvo éxito. Y quizás fue eso lo que la llevó a desafiar a los suyos y a todo lo que ella representaba en aquella visita a La Habana.
EL VESTIDO INSURRECTO
La multitud que se agolpaba junto al Muelle de Caballería para recibir a la representante de la Casa Real Española estaba, naturalmente, ajena a lo que sucedía a bordo del vapor Reina María Cristina, que acaba de entrar en la rada habanera en medio de las salvas de saludo de los cañones de la Fortaleza de la Cabaña.
“Su Alteza no puede bajar vestida de esa guisa”, dijo a Eulalia el capitán del buque. “Es una imprevisión imperdonable”, comentó a su vez Antonio de Orleans, el marido. “Imposible, Alteza, imposible”, musitaba el Duque de Tamames, miembro también del séquito de la Princesa como representante del Gobierno.
¿Qué sucedía? Para desembarcar, la Infanta escogía un vestido azul celeste, con bordados blancos y una delgada cinta de terciopelo rojo alrededor del cuello. Azul, blanco y rojo… justamente los colores de los insurrectos cubanos, los mismos de los de la bandera de la revolución.
Eulalia se mantuvo en sus trece, sorda a súplicas y consejos. No cambiaria de vestido… Cuando la falúa principal del Reina María Cristina se acercó al muelle, os cubanos prorrumpieron en abrazos y vítores, mientras los españoles, desconcertados, apenas daban crédito a sus ojos.
CORTESES, PERO…
Una habitación se le destinó a Eulalia en el Palacio del Capitán General, frente a la Plaza de Armas. La Princesa y Antonio de Orleans serían los huéspedes de la mas alta autoridad de la Isla. Eulalia recorrió el edificio de notables dimensiones y distribución armoniosa, construido especialmente como morada del Gobernador y casa de Gobierno. Vio el patio, fresco y umbroso, las galerías interiores, la capilla, la sala de fiestas. En el salón del trono reparó en lo muebles de damasco rojo y maderas doradas, y el regio dosel bajo el cual el Capitán General, en graves besamanos y brillantes saraos, recibía los homenajes de los súbditos del monarca español.
La Princesa pasa en la palacio solo el tiempo imprescindible ya que la ciudad entera quiere agasajarla y congratularla. La fiesta se hace interminable, y Eulalia da rienda suelta a una curiosidad sin limites. Quiere verlo todo, conversar con todos. La Habana se rinde a sus pies ; se enamora de Eulalia. “Yo soy republicano. No hablo, pues, a la Infanta, sino a la mujer que trae la belleza con ella”, dice un periodista entonces y sintetiza una opinión generalizada.
Solo hay un momento particularmente desapacible durante su estancia. Una mañana Eulalia revisa el correo y repara en un sobre dirigido a su marido y que por la tosquedad de la letra llama su atención. Lo abre sin pensarlo dos veces y la aturde el contenido de la carta. Comienza: “Sielito (así, con s) y firma Carmela. Sería la primera vez que la Infanta confirmaba la infidelidad de Orleans.
La sociedad habanera le parece culta y refinada; la mujer cubana, bellísima y dueña de un señorío sin igual. La Habana, una ciudad rica, espléndida, galante…
Pero Eulalia no se llama a engaño. Detrás de aquella cortesía, del trato exquisito que se le dispensa, arde en Cuba la llama de la revolución. Los cubanos no se sienten españoles, sino enemigos de España. ”Nuestra causa en Cuba está definitivamente perdida!, concluye.
Así lo escribe en sus memorias y así lo dijo en Madrid a su regreso. La juzgaron mal orientada; estuvo en la Isla y no supo comprender la situación, dijeron. Pero apenas dos años después, al estallar la Guerra de Independencia, los hechos le dieron la razón.
Pero antes, desde la Isla, Eulalia de Borbón escribía a su madre; Isabel II:
“No puedes figurarte hasta qué punto La Habana y yo, yo y La Habana, formamos un solo cuerpo y un solo pensamiento… Cuba y yo, yo y Cuba, hemos fraternizado de la manera más estrecha y amable. Mientras viva, Cuba no saldrá de mi memoria, su recuerdo permanecerá imborrable”.
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