NO SOMOS NADA

APUNTES DEL CARTULARIO Ciro Bianchi Ross No somos nada Cuando yo era niño ---hace, ponga el lector, sesenta años--- un velorio era todavía un velorio. Un acto revestido de solemnidad aunque no faltase en ninguno de ellos el chistoso de guardia a quien los reunidos escuchaban sus pujos a falta de algo más interesante que hacer. Entonces, tan pronto se conocía la muerte de un conocido, amigos y vecinos se aprestaban a “cumplir” con el difunto. Las mujeres vestían de negro y aquel que andaba siempre enmangas de camisa, casi agradecía la oportunidad para volver a lucir el traje, un trajecito de entretiempo, de apéame uno, pero que, a fuerza de usarse de vez en vez, todavía daba el plante. O la guayabera de hilo, con la infaltable corbata de mariposa, muy cómoda porque venía de fábrica con el lazo hecho. En ese tiempo, “por cumplir”, la gente se pasaba la noche entera en la funeraria, aunque tuviera que escucharle una y otra vez a los dolientes el relato pormenorizado de los días pasados en el hospital, la lenta agonía y los esfuerzos vanos del médico por prolongarle la vida. Menudeaban frases como “no somos nada” y otras que recordaban lo efímero de la existencia y no era raro que alguien aludiera una y otra vez a lo vivito y coleando que andaba el muerto antes de morirse. Los familiares no reprimían los ayes ni las lágrimas ante cada expresión de pésame que se acompañaban con besos, abrazos y sonoros manotazos en las espaldas. El silencio y la tranquilidad del lugar se rompían de cuando en cuando con manifestaciones de dolor mal contenidas. Desmayos. Subidas de presión. Tazas de tilo. Calmantes. Buchitos de café y juguitos. Cuando los funerarios se disponían a llevarse el ataúd, uno o más familiares se abrazaban a la caja como si se abrazaran al muerto mismo. “No, no se lo lleven”, decían a voz en cuello. Pero era la hora y había que llevárselo. No era lo mismo un velorio en la funeraria Caballero que en la funeraria Maulini o en Fiallo. Pobres y ricos seguían divididos al borde de la tumba. Y en la tumba misma. La muerte tenía también rango y clase y el servicio fúnebre se pagaba en consecuencia. Existía el término medio, que era el que brindaba la funeraria Nacional. Los funerarios de medio pelo o sus agentes recorrían clínicas y hospitales para enterarse de quien en ellos estaba a punto de fallecer e ir enamorando a los familiares a fin de que no se les escapara el negocio. Un negocio que se disputaban en ocasiones ante un cuerpo todavía caliente. Pese a las diferencias y aunque el muerto no protestara, lo mismo daba un velorio en la funeraria Rivero que en Luyanó o en Oliva: el entierro no salía hasta que no se pagara el tendido. No valían súplicas ni promesas. Y había zonas en el cementerio. Según la ubicación de la bóveda, así era la posición económica del muerto. Una necrópolis que reproducía en sus cuadros y el lujo de los panteones la cuidad de los vivos, con su Country Club, su Miramar, su Vedado, su Lawton, su Llega y Pon… Si en los velorios de hoy se ve pasar a veces una botella de ron, , y más de una también, comer era práctica habitual en los velorios de antaño. Nunca vi comer en un velorio, pero sí asistí, de niño, a algunos que tuvieron lugar en la propia vivienda del difunto. Se contrataban los servicios de una casa fúnebre, que ponía el ataúd, las velas, el crucifijo y el carro, y los dolientes pedían sillas prestadas entre los vecinos. Y vi también como ya tarde en la noche uno de los familiares cercanos al muerto medía con cordeles la estatura de los más jóvenes de la casa para echar después los cordeles en el ataúd. En los años 20 y 30 del siglo pasado hubo en La Habana un funerario célebre y buscado en lo que se refería a velorios caseros. Ya desde mucho antes existían funerarias en esta capital. Caballero, la funeraria más lujosa de la ciudad, por ejemplo, se fundó en 1857, con el nombre de El Casa de la Calle Concordia, en Centro Habana, y allí estuvo hasta que en la década de 1940, o quizás antes, se trasladó para la esquina de 23 y M. Y ya que sobre esto hablamos, recuerdo la ocasión en que en Santiago de Cuba, sin tener donde dormir, pasé toda una noche, con mis bártulos de reportero errante y casi vagabundo, en la funeraria Bartolomé. No digo que el dolor por la pérdida de un ser querido sea hoy menor, pero la muerte, “algo que diariamente pasa”, se ve de otra manera. Hoy los velorios se han simplificado. A veces no duran las 24 horas que antes se hacían de rigor. Palabra esa exacta para una mala noche. Son pocos los que pasan la noche completa junto al muerto pues con el pretexto del transporte, “que está pésimo”, o de compromisos ineludibles a la mañana siguiente, a las once, a más tardar, empieza la desbandada. De los que “cumplieron” porque muchos se hacen el chivo loco y ni por la funeraria se portan por estrecha que fuera su amistad con el muerto. -- Ciro Bianchi Ross cbianchi@enet.cu

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