"EL CABALLERO DE LA ARMADURA OXIDADA " ?QUIEN PREDICA ? LA NAVIDAD A UNO LE LLENA DE CUENTOS (Eligio Damas)

“El caballero de la armadura oxidada” ¿Quién predica? La navidad a uno le llena de cuentos. Eligio Damas “El protagonista, un caballero egocéntrico, que no consigue comprender y valorar con profundidad lo que tiene, es descuidado sin querer con las cosas y las personas que lo rodean. De esta forma se va encerrando poco a poco dentro de su armadura, hasta que ésta deja de brillar y se oxida; cuando se da cuenta, ya no puede quitársela. Prisionero de sí mismo, emprende un viaje por tres distintos castillos a través del "sendero de la verdad", mientras se va dando cuenta de muchas cosas que nunca había notado, reflexiona y así va siendo poco a poco mejor persona y al final logra deshacerse de la armadura que le había imposibilitado a mostrarse.” El texto anterior lo hallé hurgando por la novela “El caballero de la armadura oxidada”, del norteamericano Robert (Bob) Fisher. De la que no sabía nada hasta este día y por supuesto no he leído todavía. Pero por lo que contaré, me veo obligado a hallarla de alguna manera y leerla. ------------------------------------- Llegué ese día, caminando desde mi casa, siempre apoyado en mi bastón, a lo que me obliga no la edad sino las deformaciones de la columna, pierna y pie derecho, sólo hasta la plaza Miranda. El trayecto es relativamente corto en comparación con la rutina diaria, pero compromisos contraídos con mi compañera me obligaban a regresar más pronto de lo habitual. Al llegar a la plaza me hallé con un “espectáculo” que es allí como los árboles grandes plantados en sus descuidados jardines, bancos ocupados por personas de distintas edades que descansan, esperan, generalmente sin saber a quién ni qué o simplemente dejan correr las horas; un “predicador”, hablaba como de costumbre de un Dios que nos tiene bajo la mira, tal un piloto de dron suspendido allá, detrás de las nubes más próximas, dispuesto a dejarnos caer en la cabeza su carga de furia ante el menor desliz nuestro. Todo aquel que no se someta a una conducta de sumisión hasta la muerte, como pedir perdón hasta por respirar demasiado hondo un aire que no es suyo, sino que le está permitido en préstamo por ahora, hasta tanto lleguen las anunciadas regulaciones, recibirá el severo castigo del señor. Según ellos, parece éste un señor malvado, nunca bondadoso, como aquellos viejos que cuidaban el espacio de las matas de mamón, ciruela o mango que uno vigilaba y casi asediaba para meterse a mitigar el hambre o el placer, que nos impone seamos lo que quiere o quieren quienes vivos están y son acá abajo, o de lo contrario, después de vivir bajo sufrimiento de tanto “portarnos mal”, y no como ovejas en el redil, podría aplicarnos una pena para sufrir eternamente. Y él, el “predicador”, sin duda alguna es pobre y por tanto de esos cuya vida pudiera ser un castigo aquí en la tierra. Tome en cuenta el lector esta advertencia que más tarde nos hará mucha falta. No habrá posibilidad de morirnos para quitarnos ese dolor de encima. La verdad, nunca he entendido si esos predicadores hablan en nombre del “Señor” o de Lucifer. Tampoco porque siendo tan castigados en esta vida por excederse en portarse bien llaman a los demás a lo mismo para salvarse. Para ellos el más horrendo pecado es no creer o dudar de todo lo existente. Quien esa actitud asuma es de los más peligrosos y digno de los castigos más severos. No creer en lo que está revelado, siendo el mundo tan complejo e insondable, es propio de personas execrables e indignas del señor. Pero son como ingenuos, les parece suficiente que cualquiera que no crea, porque ni siquiera se plantean esas interrogantes que se las imaginan demasiado grandes y difíciles hasta formulárselas, se muestran como convencido serán ungido con su gracia, como él mismo que habla y habla hasta sin saber las cosas que dice. Es digno de ser premiado quien no se interroga, escruta y nada trata de entender. Confieso que esos tipos, porque habitualmente son hombres, no sé cuánto de machismo habrá entre ellos, me divierten. Suelo, si el tiempo y las circunstancias, como hallar algún banco disponible, me lo permiten, colocarme lo más cerca posible de ellos para escuchar cada palabra y me divierto tanto como si estuviese viendo una de esas películas mudas de Charles Chaplin. Les escucho, es cierto, hablan y gesticulan, y con bastante violencia por cierto, pero sus palabras en mi toman formas y convierten al predicador- perdón no dije nada -, más bien diré me vuelven a la infancia sentado frente el escenario circular de una carpa de circo, mientras los payasos hacen de las suyas. Me divierto. Me divierte verles hablar como quienes se dirigen a multitudes aun estando rodeados sólo de dos o tres personas sin poner interés alguno en ellas. Su mensaje es como lanzado al vacío, tanto que miran a lo lejos y gesticulan como quienes hablan allá a lo lejos. Los humanos concretos que les rodean, parecieran no interesarles. Es como una manera de rehuirles, ocultar sus vergüenzas o deseos de evadir cualquier confrontación o interrogante. No quieren contaminarse con las dudas que agobian a esos que parecieran estar afuera pero en el entorno. No les está permitido revelar sus debilidades y menos así mismos. Me paré frente a él simulando no mirarle ni prestarle atención, es lo que usualmente hago en esos trances, mientras fingía escrutar el espacio. No por lo mismo que dentro de él pudiera suceder, sino para no interrumpirle o llamarle la atención como para suspendiese o por lo menos distrajese su tarea. Mi cuerpo demandaba un descanso y trataba de hallar un lugar donde sentarme. A mi derecha, bastante cerca, sentado en uno de los bancos, un señor casi de mi edad, miraba con atención al “predicador”, portaba un libro en su mano derecha. Era una persona en apariencia muy humilde, y lo digo así, porque solemos hacerlo cuando vemos a alguien pobremente vestido. Aunque no necesariamente es así, pues éste “predicador”, y todos los que habitualmente me hallo, por la apariencia física y el vestir, que pudieran parecer humildes, no lo son. El estilo soberbio de sus discursos y las maneras amenazantes de abordar al público al cual supuestamente se dirigen, no son propiedades de la gente humilde; más bien se muestran arrogantes y soberbios, en exceso seguros de lo que dicen, mientras no intentan convencer a nadie sino someter mediante las amenazas. Y en esa constante evasiva, la de no dirigirse a nadie no hay señal alguna de humildad. El gesto prestado les hace aparecer como si fuesen los amos, mientras las cadenas se dejaban ver demasiado en sus cuellos, tobillos y palabras. Me dirigí hacia allá, pues estando aquel señor solo en aquel banco había espacio para mi cansado cuerpo. Pensé, por su forma de vestir y otros rasgos, más el libro, pues los “predicadores” siempre llevan uno en la mano que dicen es la biblia, era un acompañante de quien hablaba o mejor lanzaba amenazas y truenos sin parar en los espacios de la estatua del precursor. -“Buen día señor, permiso para sentarme”. Eso dije y procedí a tomar asiento, mientras la persona a quien me dirigí hizo los movimientos habituales como para brindarme comodidad, pese ya había la necesaria. El señor era flaco y alto, tanto como el “Quijote”, con una fuerte carga africana, señas de no asearse con detenimiento y esmero; lo digo por su ropa y su figura toda. En el lado izquierdo de la cara, a la altura del pómulo, le había salido un prominente lobanillo que parecía intentar disolver con algo, pues había algunas muestras sobre él. “Buen día”, me respondió el señor con humildad, gesto agradable, una como tímida sonrisa que dejó ver unos dientes desgastados y amarillentos y en un muy suave tono de voz. Mientras todavía se movía como para brindarme más espacio. Él había estado poniendo atención al “predicador”, pese su mirada vagaba por los alrededores. Al acomodar mi cuerpo me dispuse a observar. Lo primero fue el libro que mi compañero de banco sostenía en la mano derecha. Aún tengo una buena vista, para no decir visión, pues eso pudiera decir otra cosa. “El caballero de la armadura oxidada”, llevaba por título ese libro y su autor es como ya dije, Bob Fisher. Aquél calificativo me llevó al “Caballero de la triste figura” e imaginé se pudiera tratar de un ensayo sobre “El Quijote”. Aquel libro, en manos de la “triste figura” de mi vecino del momento, cambió mi apreciación inicial y, hasta de inmediato, despertó en mí interés en comunicarme con un hombre de su como arruinada estampa, visto él por mí del lado exterior, con un libro que no era la biblia o una pobre versión de esta, sino sobre el escrito por el “Manco de Lepanto”. Deseché definitivamente la idea fuese un acompañante del “predicador”. -“¿Está leyendo un ensayo sobre “El Quijote”?” Pregunté con lisura, sin acabar de saludar ni esperar aquel personaje me diese muestras de aceptar mi intromisión. Había invadido su espacio del banco y ahora, sin que me diese ninguna oportunidad para ello, salvo abrirme espacio para me sentase, me entrometía en sus asuntos. -“No. Estoy leyendo algo sobre crecimiento personal.” Esa fue la respuesta y me dejó más sorprendido. Por su edad y apariencia, aquella respuesta me volvió a la idea inicial. Quizás si era acompañante del “predicador”, pese aquel libro. Pues eso de “crecimiento personal”, en aquel espacio y bajo las amenazantes palabras que escuchábamos, me pareció alguien arrepentido que pudiera buscar en aquel libro un camino para su salvación. Como quien al embarcarse en una frágil nave se protege con dos salvavidas. ¿Cómo no razonar así si a la edad suya y en aquel estado que denunciaba su pobreza, “el crecimiento personal” pareciera ser algo así como el arrepentimiento? Y según lo que habitualmente dicen los “predicadores”, lo primero es el arrepentirse, admitir que he vivido pecando, aunque uno no sepa exactamente cuándo y a cuál o cuáles deba admitir, más si a uno le entra la duda que son muchos. Después vendrá un proceder como a la inversa, empezar a actuar diferente, como volver a vivir al revés y caminar como quien lo hace sobre un campo minado. Me propuse en lo inmediato despejar mis dudas y para eso, le dije intentando ser sutil: -“Usted parece muy interesado en la palabra del señor”. Acompañé mis palabras con una leve indicación hacia el personaje que hablaba bajo la estatua de Miranda. -“No debería estarlo, pero sentado aquí y por el espectáculo que èl monta, no me queda otra opción que escucharle. Por lo menos a él no quisiera escucharle, llegó estando yo sentado aquí e interrumpió mi lectura. Pero si me interesa la palabra del Señor.” Aquella como cortante y rotunda respuesta me despejó mis dudas. Por lo menos la relativa fuese un acompañante del “predicador”. Por eso y como forma de hablarle y hasta entrar en sus intimidades, por las dudas que todavía me dejaban aquello de un señor de su edad y aspecto, buscaba en aquel libro “crecimiento personal”, hice el siguiente comentario: “Este hombre sigue la misma conducta de los tantos que como él a estos espacios concurren con el mismo fin. Pareciera que su dios fuese el diablo. Pues hablan de uno que sólo nos observa para castigarnos de manera horrenda. Es un mandarnos a portarnos bien, dejar todo como está, según ellos, por disposición divina o de lo contrario, en el más allá, seremos castigados muy severamente. El dios de ellos no es misericordioso, bondadoso y comprensivo sino un hombre muy cruel”. Dije aquello mientras recordaba el inicio del poema primero del libro “El rayo que no cesa” de Miguel Hernández: “Un carnívoro cuchillo de ala dulce y homicida sostiene un vuelo y un brillo alrededor de mi vida.” Hay mucho de eso que nos ofrece el “predicador” en el poema del hijo ilustre de Orihuela. Después de haberme escuchado siguió por un breve tiempo en su silencio. Luego, como con molestia y hasta conmiseración por la persona a quien se refería, la que en ese momento apuntaba con el índice de la mano derecha dijo: - “Ese es un pobre hombre a quien entrenan para difundir esas necedades a cambio de garantizarle paz y bienestar después de muerto. Mientras aquí sólo le dan mendrugos”. - “¿Un pobre hombre o un hombre pobre?” Pregunté a mi interesante contertulio. -“¡Las dos cosas!” Respondió de manera tajante. Volvió a señalar con la mano, la misma que sostenía el libro, en dirección al “predicador” y comentó: -“El Dios del cual habla o mejor blasfema, cual capataz que vigila y presto a castigar severamente al primero que se le salga del carril, es ajeno al cristianismo. Ellos no saben a quién sirven. Son unos pobres diablos”. Después de escucharle decir todo eso, mi interés se concentro en él. Lo del “predicador”, como en efecto lo es, lo ponderé un asunto banal y sobre todo sobre el cual creo tener una respuesta. “¿Vive usted en Barcelona?” Pregunté como para advertirle de esa manera, como cambiando la conversación y a manera de advertencia de lo que me proponía. “Sí”, me respondió después de mirarme atentamente unos segundos. Antes no lo había hecho. Por lo que percibí había entendido mi interés por él, aquella figura mal vestida, descuidada, pero que portaba un libro con aquel título y además buscaba en él “crecimiento personal”. “Vivo en Naricual en condiciones materiales espantosas. Pero estoy rodeado de libros y quiero seguir creciendo. Por eso ahora leo este libro, como he leído al Quijote.” Hablaba con lentitud, subía y bajaba la cabeza. La movía de derecha a izquierda para mirarme y parecía escrutarme al sonido de cada palabra. Pensé, es habitual que así piense cada vez que me tropiezo con alguno de estos extraños personajes, era un viejo militante comunista. Son de esos que leen al Quijote, Neruda, Miguel Hernández, a García Márquez y hasta a Walt Witman, pese viven en extrema pobreza; ellos se constituyen en veces como sedantes y crean la sensación al lector, tal como es mi contertulio, que de algo valioso se apoderan. Cambian su pobreza material, escasez de cosas con placer por todo lo que significan las palabras de aquellos. Como quien aunque sea un instante se deja embriagar por un concierto de violines. Por eso le pregunté, no sin antes asegurarme que mi comunicación fuese agradable y hasta íntima: “ ¿Es usted comunista?” Volvió su mirada hacia mí, esta vez se acompañó de una discreta sonrisa y respondió: “No. Mi padre si lo fue”. “Pero me atrevería asegurar que usted estuvo en las guerrillas”. “Si”. Respondió con una leve sonrisa. ¿Quién, de tanta gente como yo en mi generación no estuvo en eso de una manera u otra?” Mientras conversábamos, el “predicador” seguía en lo que mi contertulio llamó “su rutina”. Pegando gritos como quien habla a una multitud o mejor sabiendo que nadie le prestaba interés. Pero debía cumplir con aquel mandato y hasta impuesta obligación. “El debe estar en eso un tiempo determinado. Es su compromiso. No está aquí por una simple determinación suya. No. Mañana estará en otro sitio. Es su manera de vivir. Obedece a un mandato; eso forma parte del mecanismo que opera para desorientar a estos pueblos. Creándoles enemigos y peligros imaginarios”. -“Entonces.... ¿No es usted comunista?” Volví a preguntar con la intención me repitiese su respuesta. Mucha gente de esa que se cree muy letrada, piensa que quienes perciben el peligro que envuelve a esos “agentes” y a quienes ellos manipulan, “son comunistas”. Son estos agentes del comunismo, porque pareciera que desaparecida la URRSS y Cuba en la bancarrota según ellos, tanto que “se chulea Venezuela”, todavía hay quienes a estos les pague para hacer esa especie de contra espionaje. Es en algunos casos una manera de banalizar la advertencia del trabajo de zapa que hacen los distintos mecanismos de quienes quieren el control y otra la actitud que muchos inocentes sin saberlo asumen. Porque en verdad, esos personajes como el “predicador” son especies devaluadas, desfasadas y hasta primitivas y de poco rendimiento o rentabilidad, de poco alcance. Para eso están los grandes medios y las redes sociales donde se insertan millones sin costo alguno para repetir las sandeces y mentiras que a cada quien se le ocurra y más cuando se hace el trabajo planificado y calculado para que aquellas se conviertan en verdades y lo que acontece se narre de manera al revés. Hay hasta predicadores de TV con el mismo discurso de éste que estaba ahora en la plaza. Logran convertir en personajes de gran audiencia y hasta respetabilidad a enanos mentales y hasta ridículas figuras sin talento ni probidad. La respuesta fue la misma. Y cuando hubo de referirse al asunto de las guerrillas dijo “eso fue un espejismo y repetición absurda de lo que había acontecido en otro espacio siendo aquí distintas las circunstancias”. -“¿Cómo puedo entender que usted busque crecimiento personal en un libro, además con ese título tan sugerente?” Cuando hice la pregunta, como advertí al principio, no sabía nada de ese libro ni de su autor, simplemente el título me sugirió aquel enjuto personaje de la Mancha. Y fue muy natural mi reacción pues esta desgarbada figura, como un lienzo que pinta la pobreza, en un país donde esta abunda y a uno no debería extrañarle, tenía en su mano un libro que hacía aquello como antes dije, lienzo de un pintor del Renacimiento. Pero aquello fue en Europa, a comienzos de 1600 d.c y estamos en la Venezuela del 2018. “-Usted me habla como si fuese un poeta que busca entre las nubes y millones de palabras que en estas se acumulan y flotan; me cuesta pensar que tal como es, pueda hallar en esos insondables espacios la respuesta que a primera vista necesita.” “Acaso no es fácil encontrarlos aquí afuera, en este mismo mundo que el “predicador” evade. -“Esta deplorable figura que usted mira, atrapada en la pobreza, esa que está reflejada en mi cuerpo, no busca crecer de la manera que la mirada indica.” “Tampoco como espera si parte de lo que de mí ve”. “Usted me dice que no podría hallar la respuesta que a primera vista necesito”. “Por lo que ha visto en mí con sus instrumentos, se ha formado su idea de lo que busco y necesito”. -“Si, eso dije”. Respondí a mi interlocutor como retándole a exponer su pensamiento, ya que por sus palabras supe que no buscaba afuera en su entorno, relación con la gente, su crecimiento o simple paz existencial, sino adentro de sí mismo. Su pobreza, esa que le atrapaba, como él mismo dijo, su como armadura, que yo podía percibir con claridad, al parecer no era el centro de su preocupación. “El predicador”, según su discurso tampoco parecía poner interés en su pobreza, carencia de cosas materiales que disfrutar, sino en una conducta que lo conciliase con un mandato de fuerzas superiores, emanadas de un mandato más allá de sí mismo y de todo lo que le rodeaba, al cual no podía pedir cuentas, pues le era inaccesible, sino rendirse, rendirle pleitesía. El “predicador”, eso por casi descalificado, pide sometimiento y renuncia en esta vida, tanto como dejar que todo permanezca como está. Pide nos resignamos, sin pretensiones literarias ni personalidad, sino repitiendo un discurso hasta distinto al de la biblia misma, aprendido de tanto oírlo entre quienes le hablan a diario allá en el culto. Algo que de tanto oírlo, como quien se hubiese mudado de cuarto, se le instaló en el cerebro, sin que él le hubiese dado permiso y menos invitado. Por eso reclama también de los demás se rindan y acomoden su conducta que no es más que acogerse a lo que determinan las circunstancias y el orden establecido, para ser merecedores de reconocimiento en el más allá, dejando de ser una molestia y carga para quienes acá abajo gobiernan e imponen la conducta colectiva. Él no. Distinto al “predicador” buscaba dentro de sí mismo el camino para la felicidad y la tranquilidad y los medios que lo conciliasen con la vida. Pero lo hace guiado por libros como aquél, el del “Caballero de la armadura oxidada”, que al parecer no lo es por la suciedad de ropa que porta, sino por las anquilosadas ideas y estrecha visión del mundo y la vida que han prevalecido en él. Es pues un intento de cambiar cambiando la forma de pensar. Para eso están los libros y cambiar para soportar la vida es menos trabajoso y complicado que servirse de ellos y muchas cosas más para que cambiemos y cambiar el mundo. Este mundo que transcurre frente a él y nosotros podemos aprehender. Por eso, su preocupación, según entendí si es que algo de eso sucedió, era crecer y ser mejor persona como para entender al mundo y vivirlo de la mejor manera tal cual es. No como pregona el “Predicador”. Él se cree distinto a éste que ahora predica frente a nosotros dos. Por eso busca una manera de ajustarse a lo existente tal como es. ¿Quién predica? La última vez que le vi íbamos en sentido contrario. Él venía alejándose del centro de la ciudad y yo iba hacia aquel espacio. A cierta distancia se detuvo por saludar a un transeúnte que iba delante de mí. Mientras yo avanzaba ellos hablaron cierto tiempo. Llegué donde ellos se hallaban, les saludé y él me respondió dándome muestras de haberme recordado; el contertulio de días atrás en la plaza, mientras el “predicador” estaba en lo suyo. Su ocasional acompañante de ese momento optó por retirarse no sin antes decirle “él lo anunció anoche”. Lo dicho me dio a entender que era como la síntesis de lo que brevemente habían conversado. Intrigado por aquella frase de “él lo anunció anoche”, dicho por quién con él conversaba en la vía por la cual transitábamos y por el personaje a quien fue dirigida, el mismo que buscaba el crecimiento personal en su interior, me atreví a preguntarle, es una habitual costumbre de la gente de mi pueblo, lo que suelen llamar lisura y hasta “entrepitura”, eso de meterse en lo que a uno nadie le ha llamado, que quiso decirle quien de èl acaba de despedirse con aquella, para mí, llamativa frase. -“A Putin”, me dijo mi ocasional interlocutor. Dado que él reinició su camino de inmediato, no tuve tiempo de preguntarle nada, sino simplemente le di muestra, con mi como asombrado rostro, que nada entendía, por lo que recibí como respuesta, mientras caminaba sin dejar de mirarme: -“Anoche, Putin informó que había tenido contacto con los extraterrestres”. Sonrió levemente y siguió su camino. Reply Reply All Forward

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