OPERACION VERDAD (1)
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Operación Verdad (I)
Ciro Bianchi Ross
ciro@juventudrebelde.cu
Su llegada motiva una explosión de cólera, pero el hombre alto y
ancho, de rostro cuadrado y pómulos salientes, cejas negras espesas y
cabello escaso que blanqueaba ya en las sienes, sonríe
provocativamente mientras camina hacia el estrado. Los gritos de
“asesino” y “ladrón”, con que lo increpa la multitud, sólo provocan en
él un gesto de desdén. Cuando el presidente del tribunal pronuncia su
nombre, se inclina y levanta las manos en señal de saludo. Hay burla y
arrogancia en su actitud.
Es Jesús Sosa Blanco, comandante del ejército de la tiranía
derrocada, que en esta tarde del 22 de enero de 1959, hace ahora 62
años, rendirá cuentas ante la justicia. Son muchos y muy graves los
delitos que se le imputan. Se le cusa de incendiario, de ladrón, de
torturador, de asesino. L geografía del oriente de la Isla conoce de
su saña. “¿Qué pasa si Sosa pasa?” repetía él mismo, como un slogan,
en sus días de “gloria”. Cuenta de su paso darán, como testigos en
este juicio, campesinos de Levisa, Nicaro, Mayarí, Guisa, Sagua de
Tánamo, Baracoa, Manzanillo, Guantánamo… donde sembrara el terror, la
destrucción y la muerte. Son 108 los asesinatos que se le
comprobaron.
---Me asesinó a mi familia… y a mi esposo ---dice una testigo. Y
otro: Quemó cien casas en Levisa. En Mina de Ocujal mató a 19
trabajadores. Y otra: Me mató a mi marido y a mis tres hijos. Y uno
más: Quemó mi casa y arrasó mis sembrados… Comparece un niño de 12
años de edad: Mató a mi papá; me “arreguindé” de su brazo cuando se lo
llevaba. Pregunta el fiscal: ¿Pertenecía tu padre al Ejército Rebelde?
Respuesta del niño: Papá era carpintero.
Las pruebas son apabullantes. Los testimonios, palpitantes y vivos,
van acompañados de las lágrimas de las viudas, los sollozos de los
huérfanos, las imprecaciones de los que sobrevivieron por puro
milagro. Sosa Blanco parece una fiera acosada, pero no pierde la
altivez. Yo cumplía órdenes, dice fríamente, con aplomo. El abogado de
la defensa, Arístides D´Acosta, capitán del ejército derrotado, asume
su tarea con brillantez, pero no puede defender lo indefendible. La
vista oral y pública del juicio sumarísimo, se prolonga durante más de
doce horas. Al final, luego de una larga deliberación, el tribunal
dicta su fallo: pena de muerte por fusilamiento; sentencia que se
apelara de oficio ante el Consejo Superior de Guerra.
La TV trasmitió el proceso en vivo para Cuba y Estados Unidos, y unas
17 000 personas se dieron cita en el coliseo de la Ciudad Deportiva
para verlo. Entre ellas, 380 periodistas procedentes de todo el
continente. La Operación Verdad estaba en marcha. Con ella la
Revolución Cubana se abría a las Américas. n ﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽﷽evolucion a. Con
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coliseo de la Ciudad Deportiva para
CUBA ACEPTA EL RETO
Fue Fidel el de la idea de invitar a tantos profesionales de la
prensa. Un equipo conformado por Celia Sánchez y los periodistas Jorge
Ricardo Masetti, de Argentina, Carlos María Gutiérrez, de Uruguay, y
el cubano Mario Kuchilán, se encargó de las invitaciones. Las
embajadas de Cuba en el exterior y la Compañía Cubana de Aviación
hicieron posible que tan elevada cantidad de periodistas pudieran, en
corto tiempo, darse cita en La Habana. La mayoría se hospedó en el
hotel Habana Riviera, con 240 habitaciones entonces. Cada uno de los
invitados recibía a su llegada una carpeta con fotos de los asesinatos
y torturas cometidos bajo el batistato, así como materiales de la
revista Bohemia que la censura del régimen depuesto impidió publicar.
El grupo más numeroso provino de Estados Unidos. Se invitó a Jules
Dubois, vocero de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), aunque
ya se sospechaba de sus vínculos con los servicios secretos de su
país. Fueron invitados además los congresistas demócratas Adam Clayton
Powell y Charles O. Porter.
Una encuesta de la revista Bohemia, encaminada a conocer el sentir
popular en aquellos días iniciales de la Revolución puso de manifiesto
que más del 90 por ciento de los encuestados creía que el gobierno
revolucionario “lo está haciendo todo perfectamente bien”. Entre las
medidas consideradas como mejores, estaba precisamente la de la
justicia revolucionaria. Si algún descontento había ante ella, se
decía en el análisis de los datos de la indagación, “está en un
porcentaje que quiere que continúe y se complete”.
El 13 de enero de 1959, el periódico estadounidense Chigago Tribune
publicaba una caricatura política. En el cuadro, Bolívar ponía su mano
sobre el hombro de Fidel y decía: Estamos en presencia de un gran
libertador. Siete días más tarde, en el mismo periódico, el mismo
caricaturista mostraba en su cartón a Fidel con una ametralladora en
las manos y a una mujer que corría despavorida. El mensaje era claro:
la democracia huía de la Isla.
En Cuba se está fusilando por decreto, decía en su exilio dominicano
el ex presidente Batista. La revista Times volcaba una apreciable
dosis de veneno al aludir al gobierno revolucionario; detrás de cada
elogio dejaba asomar la sombra de la duda y se regodeaba en la
descripción de los castigos que imponían a los culpables los
tribunales cubanos. Parte de la prensa norteamericana desfiguraba los
hechos, tergiversaba la verdad y se hacía cómplice de la patraña. Se
pretendía hacer creer ante la opinión pública que Cuba chapoteaba en
un baño de sangre, que la envolvía un frenesí de odio y venganza en el
que policías y soldados, funcionarios civiles y simples partidarios y
simpatizantes de Batista eran llevados ante lo pelotones de
fusilamiento sin juicio previo, sin investigaciones de ningún tipo,
sin posibilidades de defensa.
El país aceptó el reto y auspició la Operación Verdad. No se replegó
asustado ni balbuceó excusas: abrió de par en par sus puertas a todo
el que quisiera ver de cerca lo que aquí realmente pasaba. La prensa
internacional podría reportar a su antojo el acontecer de la nación.
Los periodistas llegados a La Habana serían testigos de la magna
concentración popular frente al Palacio Presidencial y del juicio del
ex comandante Sosa Blanco que adquiriría connotación internacional en
virtud de los reportes de los numerosos periodistas que lo
“cubrieron”.
UN BIMOTOR DESTARTALADO Y SIN ALMA
Gabriel García Márquez, periodista radicado entonces en Caracas, fue
uno de los invitados a la Operación Verdad. Fue una invitación tan
perentoria e inesperada que apenas tuvo tiempo de pasar por su casa a
recoger lo imprescindible. Olvidó sin embargo el pasaporte, tan
acostumbrado como estaba a pensar que Venezuela y Cuba eran un solo
país. No le haría falta el documento. En el aeropuerto de Maiquetía,
el funcionario venezolano de inmigración, “más cubanista que un
cubano”, le pidió a cambio cualquier documento de identificación que
llevara encima. El único papel que el colombiano encontró en sus
bolsillos fue un recibo de la lavandería, que el funcionario selló
muerto de risa.
Un inconveniente mayor se presentó cuando el piloto de la aeronave se
percató de que para el viaje a La Habana habría más pasajeros que
asientos y que el peso de los bultos y equipos estaba por encima de lo
aceptable. El funcionario de la terminal aérea se mostraba dispuesto a
autorizar el vuelo, pero el piloto no entraba en razones. No sea
cobarde, capitán, dijo uno de los viajeros, el Granma iba también
sobrecargado. Si, respondió el aludido, pero ninguno de nosotros es
Fidel Castro. Al fin cedió el piloto. Arrancó del talonario la orden
de vuelo e hizo con ella una pelota que se metió en un bolsillo. No
quedaría constancia de que conduciría un avión sobrecargado. Camino ya
del aparato, García Márquez, atrapado entre su miedo congénito al
avión y sus deseos de conocer Cuba, preguntó al piloto su llegarían a
su destino. Puede que sí, dijo este. Con la ayuda de la Virgen de la
Caridad del Cobre.
Era un bimotor destartalado y sin alma, con un cabina estrecha y mal
ventilada, asientos rotos y un olor insoportable a orines viejos. El
aparato, volando a tientas, atravesó nubarrones pedregosos, vientos
cruzados y abismos de relámpagos, sin que el futuro autor de Cien años
de soledad divisara la estrellita huérfana que acompaña a los aviones
a través de los océanos solitarios. El mal tiempo obligó a un
aterrizaje de emergencia en Camagüey, pero no demoró en reventar un
día primaveral que permitió el vuelo sin contratiempos hasta el
aeropuerto de la Ciudad Militar de Columbia, bautizada ya como Ciudad
Libertad.
El día de la gran concentración, logra García Márquez colarse en el
Palacio Presidencial. Sube al segundo piso y en el fastuoso Salón de
los Espejos, cerca del despacho oficial de los mandatarios cubanos, ve
a los comandantes Ernesto Guevara y Camilo Cienfuegos. Se empeña en
entrevistar al coronel Alberto Bayo, el militar español que entrenó en
México a los futuros expedicionarios del Granma, cuando Fidel hace su
entrada en el atestado recinto. García Márquez interrumpe su
entrevista y camina hacia Fidel. Está ya a menos de un metro del
Comandante cuando siente que un objeto contundente es apretado con
fuerza contra su espalda. Se ha hecho sospechoso y uno de los miembros
de la escolta lo encañona. Logra el periodista salir del paso. Fuera,
la multitud, que desborda el lado norte del Palacio, espera las
palabras del joven líder rebelde. (Continuará)
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