EL PRIMER CABARET ( Ciro Bianchi Ross)
APUNTES DEL CARTULARIO
Ciro Bianchi Ross
El primer cabaret
Semanas atrás, cuando dedicamos el Apunte a las posadas, mencionamos el primero de esos establecimientos que existió en La Habana. Con el nombre de Carabanchel, abrió sus puertas, a fines del siglo XIX, en la esquina de San Miguel y Consulado. Se trataba de un edificio de tres plantas con 22 habitaciones y apartamentos.
Hoy hablaremos sobre el primer cabaret o night club ---llamémosle así--- con que contó nuestra capital. Corrían los días de la Guerra de los Diez Años, y La Habana, más que una ciudad, semejaba un cuartel o una plaza sitiada y, para refocilarse parecían bastar a los habaneros los espectáculos teatrales, las corridas de toros, las funciones de circo, los panoramas… cuando en la esquina de Habana y Amargura se instaló el primer café cantante que tuvo la villa. Lo curioso del asunto es que con dicha empresa surgía asimismo una figura que se entronizaría en nuestra vida nocturna: el consumo mínimo. Por 25 centavos que se abonaban al portero se disfrutaba del espectáculo y se aseguraba el cliente un refresco.
El programa de aquel café cantante no difería en lo esencial del de los cetros nocturnos que le siguieron y llegan incluso hasta hoy. En espectáculos que duraban acaso una hora, se incluían canciones alegres, bailes picarescos, algún acto de zarzuela o comedia y también alguna que otra pieza con un tema de actualidad como aquella que se titulaba Lo que pasa en la manigua… Por lo demás, mucho humo, mucha algazara, mucho ruido; parroquianos que exhalaban su gozo con gritos y carcajadas, mientras que otros, que querían olvidarse del mundo, se enterraban en sus recuerdos con la pipa humeante entre lo labios y el vaso de coñac en la mano.
El ancho salón está atestado de mesas y sillas, ocupadas en la más revuelta confusión por una multitud abigarrada. A la derecha se halla la cantina donde de continuo se escucha el chinchín de las copas y el entrechocar de las bandejas. Al fondo, el pequeño escenario, y detrás del bar, otra figura que acompañaría la vida nocturna habanera hasta 1959, el garito, la sala de juego.
El calor es de mil demonios. Unos ventanillos en lo alto de las paredes dejan entrar el aire de la calle, pero también todos los ruidos, el estrépito de los vehículos y la vocería de los cocheros. Las puerta auxiliares se mantienen cerradas para evitar que alguien penetre sin pagar, y la puerta principal, celosamente controlada por el portero, permanece entornada.
Hay de todo en el público. Marineros con sus blusas azules y sus gorras con anclas y letreros pintoreteados echadas hacia atrás. Peones. Jornaleros. Carretoneros. La “crema” de los descamisados, cubiertos con camisetas de punto manchadas de sudor y grasa. Soldados que vienen de la guerra contra los mambises o que saldrán en campaña de un momento a otro. Reclutas que quieren apurar los placeres de la ciudad, pero que no ocultan su inquietud por llegar al cuartel después de la hora marcada por el pase. Mujeres descocada s que fuman, beben y gritan. Mercaderes que trabajaron duro durante todo el día y buscan ahora un rato de distracción. El chiste burdo y grosero es mejor acogido que la tiple que, con el respaldo del piano, se esfuerza por entonar lo mejor posible la canción de moda.
El director de orquesta de aquel café de artistas, un profesor de violin que amenizaba los entreactos,
y que en ocasiones también acompañaba a los cantantes junto al piano, era el maestro Anselmo López, que llegaría a ser propietario de una casa de música y almacén de pianos situada en la calle Obispo, a pocos pasos de la Plazoleta de Albear, en la acera de la derecha según se avanza hacia el mar. Fue la casa de música de López la que imprimió por primera vez la partitura de la “Canción a Martí”, y aunque se vendieron miles y miles de copias de la pieza, sus autores, el letrista Pancho Eligio y el músico Alberto Villalón, no recibieron, cosa frecuente, un solo centavo del lucrativo negocio.
Pero esa es otra historia que contaré quizás alguna vez.
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Ciro Bianchi Ross
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