FRITAS CUBANAS (Ciro Bianchi)

APUNTES DEL CARTULARIO Ciro Bianchi Ross Fritas Entre todas las comidas rápidas, la frita tuvo preeminencia en La Habana antes de 1959. Más que los bollitos de carita y las majúas de los puestos de chinos, los perros calientes, los chicharrones, los emparedados y los tamales, la humildísima frita fue la reina de la gastronomía popular. Ocupaba un primer sitial que solo le disputaba el café con leche. Una de aquellas bolitas de carne bien condimentada, colocada entre dos tapas de pan untadas con mostaza y cátsup y con la provisión correspondiente de malanga o boniato frito y cortado a la juliana, satisfacía el apetito y daba energía para lo que vendría después, más si se acompañaba de un refresco o un guarapo o se reforzaba con una copita de ostiones. Fue el mejor de los inventos para matar el hambre. Un sostén de pobres que terminó imponiéndose entre otras capas de la sociedad, así como en un momento el tasajo y el bacalao, comidas de esclavos, invadieron y terminaron por adueñarse de la mesa de los amos. Se dice que es la versión nacional de la hamburguesa norteamericana, lo que no parece cierto, pues la frita se había extendido antes de que esa modalidad de carne picada venida de fuera arraigara entre nosotros. Fernando Ortiz incluyó el vocablo en su Nuevo catauro de cubanismos, y ya en 1926 Jorge Mañach dedicaba a la frita una de sus estampas de San Cristóbal. Estaba en consonancia con el gusto del cubano por lo frito, una de las constantes del paladar criollo. Las vidrieras donde se expendía, hechas de madera (o aluminio) y cristal y dotadas de un fogón de gas o petróleo, daban imagen peculiar a La Habana y le aportaban uno de sus olores característicos, el de las frituras, que rivalizaba con el aroma dulzón del coñac en las bodegas y el perfume barato de las tardes. INSTITUCIONES INCONMOVIBLES El puesto de fritas fue una de las instituciones inconmovibles del barrio, como lo fueron la bodega, el café y el puesto de chinos y, en otro orden, la quincalla. El bodeguero (también el quincallero) sabía muy bien cómo satisfacer a su clientela sin necesidad de recurrir a estudios de mercado. Los chinos eran famosos por sus helados de frutas y su gama de alimentos ligeros. Con lo que ellos expendían la gente no se alimentaba, pero se llenaba. Y todo por unos pocos centavos. De ahí que, tanto a los puestos de fritas como a los de chinos, se les llamara “casas de socorro”. La cosa, sin embargo, se ponía mala cuando no se ganaba ni para la frita, palabra que aquí, como vulgarismo, identificaba a la comida. El lunchero era otra cosa; tenía su categoría. Era un artista con los cuchillos. Los batidos tenían su magia. El cliente se apresuraba a apurar los primeros sorbos pues sabía que en el recipiente de la batidora quedaba siempre un residuo con que el dependiente del café volvería a rebosarle su vaso. Existía en La Habana la costumbre de no encender el fogón los domingos por la noche. Se comía frío ese día: una media noche o una frita, unas galletas y el inexcusable café con leche. Cuando John Niewhof, de la West Indies, inventó esa mezcla en Brasil, por lo que se le erigió un monumento en Pernambuco, no pudo imaginar cómo y hasta qué punto se enraizaría en nuestra capital, al extremo de que al reparar en ella los que venían del interior, concluían que los habaneros eran unos muertos de hambre. Se dice que el mejor café con leche de La Habana era el del café Las Villas, en Galiano y Laguna. El mejor sándwich el del café OK, en Zanja y Belascoaín. Para ostiones, los de Infanta y San Lázaro. Mariscos, los del Puerto de Sagua, en la calle Egido. Papas rellenas, las de El Faro, en Guanabacoa. Para ensalada de pollo, la del restaurante Miami, en Prado y Neptuno, aunque era también muy demandada la de El Lazo de Oro, en San Lázaro y Hospital, famoso además por sus chayotes rellenos. Los tamales, con y sin picante, que se expendían en el portal de la bodega La Guajira, en 25 y 24, en El Vedado, estaban entre los mejores. Para sopa china, el mercado único… Revivía a un muerto. ¿Y las fritas? ¿Dónde se comían las fritas más deliciosas de La Habana? TRAS LAS HUELLAS DE SEBASTIÁN Propietarios ilustres de expendios de fritas hubo varios en La Habana. Frente al restaurante Kasalta, a la entrada de Miramar, lo tuvo, y de lujo, el periodista Carlos Lechuga, de Tele Mundo. El entonces joven dirigente ortodoxo Max Lesnik llegó a tener seis, uno de ellos en la estratégica esquina de 23 y 12, en El Vedado. Pero su aventura capitalista terminó abruptamente. Lo detuvo la policía batistiana, pasó la noche en el vivac del Castillo del Príncipe y al quedar en libertad sus puestos ya no existían. La policía había dado cuenta de ellos. Mención aparte merece Josefina Siré. Su familia fue la propietaria de la fábrica de confituras de ese nombre, en Lawton (“Siré, Siré es mi galletica, Siré, Siré. Siré. Siré son exquisitas, Siré, Siré…”). La familia lo perdió todo, aunque la fábrica mantuvo su nombre original, y ella, para vivir, instaló un puesto de fritas en la Calzada del Diez de Octubre entre Estrada Palma y Luis Estévez, en los portales del Café León, frente al cine Tosca, puesto que trabajaba ella misma. Bohemia, ya en los años 50 del pasado siglo, dedicó a Josefina un extenso reportaje. Ni Lechuga ni Max trabajaban directamente sus negocios. No hay dudas de que el gran fritero fue Sebastián Carro Seijido. Aristocratizó la frita. Empleó solo los mejores productos en su confección. Enseñó a sus empleados a trabajar con limpieza y, sobre todo, les exigió que en su trato con los clientes dieran muestra de una cortesía exquisita, y se empeñó en ganarse a la clientela femenina porque era la mujer la que arrastraba a los niños y a toda la familia. Tanto prosperó Sebastián que a fines de los años 50dde+

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