CARBONELL VISITA DEL CENTENARIO (Ecured) Ciro Bianchi

Move Delete Spam More Carbonell: visita del centenario Aol / Old Mail Ciro Bianchi Ross To: Cristobal Diaz , Emilio Cueto , Fernando Rodríguez Sosa , Francisco José Bianchi Ross , GABRIEL VALDES and 8 more... Tue, Jul 25 at 11:15 AM http://www.cubaliteraria.cu/carbonell-visita-del-centenario/ Carbonell: visita del centenario Imagen tomada de Ecured. Una noche, durante una fiesta en la residencia del farmacéutico Ernesto Sarrá, Pepe Biondi, el artista cómico argentino que tanto éxito cosechó en La Habana de los años 50, dijo a Luis Carbonell: «Usted no dice la poesía; usted la pinta de colores». Comenzaba a gestarse así, sin que ninguno de los dos lo imaginara, el apelativo que lo consagraría nacionalmente cuando, poco después, se convertía en la estrella de «De fiesta con Bacardí» —programa que salía al aire por las ondas de CMQ-Radio—, donde lo presentaban como Luis Carbonell, «el acuarelista de la poesía antillana». El apelativo, si bien tendió a encasillarlo, contribuyó a hacerlo popular y, aunque nunca le molestara en absoluto, no demoró en empezar a quedarle chico porque de aquellas excelentes estampas de Félix B. Caignet y Arturo Liendo, que tanto hacían reír, pasó a una poesía profunda y más elaborada con piezas de Guillén y Ballagas, Regino Pedroso y Agustín Acosta, Palés Matos, José Antonio Alix y, por supuesto, Aquiles Nazoa. Lorca figuraba también en su repertorio, y aunque se sabía completo su Romancero gitano, nunca recitó ninguno de los poemas que conforman ese libro. Apunta Miguel Barnet: Hace ya muchos años alguien lo calificó como el acuarelista de la poesía antillana, hoy diríamos el griot por excelencia del Caribe hispano, pero aun así no sería suficiente. Él es mucho más. Él es la cúspide de la narración oral, la expresión de las alegrías más profundas del alma colectiva, la satisfacción de los apetitos cotidianos donde no solo la alegría sino la reflexión tienen su más recóndito asidero. Ha sabido interpretar el humor inteligente que bordea la hilaridad y hace pensar. Aunque ha hecho reír a muchas generaciones con sus estampas, de haberse dedicado al teatro exclusivamente habría sido un actor dramático excepcional porque lleva en su carcaj la huella de una raza que ha recibido los golpes más fuertes de la historia humana. Entonces, ¿por qué no definirlo como lo que era, un juglar? Un rey sin más trono que la palabra, dijo el poeta Cos Causse, que Carbonell salvó del olvido poemas que, sin su voz, dormirían el sueño eterno en las páginas de libros poco afortunados. Un artista que, al decir de Emilio Ballagas, «es superior, en ocasiones, a la poesía que interpreta». Las alegrías enseñan Luis Mariano Carbonell estaría cumpliendo cien años este 26 de julio. Cuando lo visité por primera vez tenía 83. Me dijo entonces que, si los golpes enseñaban, las alegrías también y que a esa altura de la vida su carapacho era de cuero. Tenía la lengua dura y afilada y unos ojos que calaban hasta el fondo a su interlocutor. Sufría las consecuencias de una parálisis, pero se mantenía activo; recibía visitas, montaba voces, asesoraba agrupaciones musicales. Leía y estudiaba mucha poesía, incluso de algunos poetas a los que nunca daría entrada en su repertorio. Nunca le bastó con repetir un texto. Para incorporar un poema le valoraba primero sus posibilidades escénicas y, para hacerlo suyo, lo escudriñaba en todos sus detalles hasta que visualizaba su contenido y encontraba el ritmo con que quería declamarlo. Una declamación que al oyente le parecía la espontaneidad misma y sin embargo era siempre fruto de un esfuerzo en el que hasta la respiración estaba memorizada. Montar la «Elegía a Jesús Menéndez» le llevó tres años, tanto como lo que demoró Nicolás Guillén en escribirla. «La rumba», de Tallet, se la aprendió cuando tenía 17 años y la recitó en público a los 55. A Carbonell le gustaba lo difícil. Los discos de Esther Borja que produjo en los años 50 son sencillamente antológicos. Rapsodia de Cuba es, dice Cristóbal Díaz Ayala, un paradigma casi perfecto de géneros cubanos, en tanto que en el otro, Esther Borja canta a dos, tres y cuatro voces canciones cubanas, la intérprete graba y regraba su propia voz, cosa relativamente fácil hoy, pero una hazaña entonces. Gustaba repetir esta anécdota. En Nueva York, donde pasó una temporada —trabajó en una joyería, vio mucho cine y espectáculos musicales y alternó con Lecuona y Esther Borja— conoció a Diosa Costello, la llamada «bomba atómica puertorriqueña» —que nunca vino a Cuba por temor a Rita Montaner—, y a otra cantante boricua de voz impresionante, Aida Puyols, para quien montó «Sangre africana» de Gilberto Valdés, una canción muy difícil de interpretar y que entre otras pocas acometieron la Montaner y Linda Mirabal. Aida la cantó para su autor, y Gilberto la escuchó temblando. Pidió que la repitiera y se echó a llorar. «Yo hice a Pacho Alonso», rememoraba. Largo fue su aval como redentorista. Cantantes que son hoy de primera fila —Liuba María Hevia y Paulo FG— fueron sus alumnos y muy reconocida fue siempre la asesoría que prestó a los cuartetos de Orlando de la Rosa, Facundo Rivero, D’Aida, Del Rey y Los Cañas, así como al trío Antillano. «He tenido siempre mucha suerte», dijo en aquella visita y tocó madera. Yo vi a Sabás Era hijo de una maestra famosa en Santiago de Cuba que se las vio negras para criar y dar escuela a aquellas siete «fieras» que eran Luis y sus hermanos. «Luis no será músico; será médico o abogado», repetía ella, pero a Luis lo que más le gustaba era la poesía, la música y sobre todo la enseñanza, a las que terminaría dedicándose. Ya desde los días en que cursaba la enseñanza media superior contribuía al sostén de la casa con lo que cobraba por repasarle a sus compañeros. Aprendió inglés y llegó a convertirse en un profesor cotizado de ese idioma. En una ocasión escuchó recitar a una de sus hermanas. Lo hacía con gracia y tenía la cultura suficiente para adentrarse en los poemas que declamaba. «Hubiera sido una buena recitadora». Pero no fue ella la que le hizo decidir su destino. Sino otra de sus hermanas a la que un día escuchó decir dos poemas de Guillén: «Sabás» y «Balada de Simón Caraballo». Vio entonces a los personajes a los que aludía el poeta. Se representó a Sabás que pedía limosnas de puerta en puerta, y a Simón, comido por la sarna, mientras dormía en un portal con un ladrillo como almohada. «Una vivencia sobrecogedora y decisiva», decía Carbonell y a la que le precisaba la fecha. Fue después del terremoto que asoló a la ciudad en 1932. Memorable resultó su presentación, en enero de 1957, cuando en la sala Hubert de Blanck dijo cinco cuentos de otros tantos autores cubanos —Miguel de Marcos, Lydia Cabrera, Miguel Ángel de la Torre, Félix Pita Rodríguez y Virgilio Piñera—. Cinco cuentos antológicos que dichos por Carbonell, escribía Luis Amado Blanco en su columna del periódico Información, «cobran toda su altiva estatura, se nos meten por la carne del alma hasta levantarnos ampollas». Se extiende el mencionado crítico en el dominio que logra Carbonell del escenario. Casi no se mueve; tan solo es voz, ritmo y manos al final de los brazos estatuarios, «hay que verlo para creerlo», puntualiza Amado Blanco y relata cómo antes de cada cuento se escucha una grabación del mismo Carbonell, al piano, interpretando también música criolla como un esfuerzo anticipado para entrar en la debida atmósfera, dice y precisa de nuevo: «Hay que verlo para creerlo». Luis Mariano Carbonell es un signo esencial de la idiosincrasia cubana, imposible de definir si no se le tiene en cuenta. Así lo veamos en esta visita de centenario. -- Ciro Bianchi Ross cbianchi@enet.cu

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